En la edición de Música Clásica 3.0 #15 disfrutarán un extenso artícuo de Pablo Lucioni sobre El camino hacia la “nueva normalidad” artística, con ejemplos de lo que está pasando en Argentina y en el mundo. En ese contexto se le pidió el análisis y las opiniones, al respecto, a diversos artistas.
Aquí compartimos la opinión completa de José Cura.
«Convivimos en una sociedad que hace desvergonzada apología de la mediocridad. En nombre de una supuesta igualdad de derechos, que no de obligaciones… nuestros intercambios están cada vez más plagados de “continentes sin contenido”. Como si un comerciante vendiera vistosas cajas de mercadería vacías, o peor, llenas de descartes, se inunda la vida pública de subproductos intelectuales. A empeorar las cosas contribuye la poco profunda educación en la que nos regodeamos sin remordimiento ni vergüenza alguna: la madre de todas las mediocridades no es enaltecer lo ordinario como elección, que ya es grave, sino hacerlo como resultado de un “despreocupado” desconocimiento de lo extraordinario—. Ajustar los estándares al mínimo común denominador —error en el que el mundo insiste desde siempre, pero que vive su “época dorada” gracias a la tecnología, fascinante y peligrosa a la vez—, puede que esté dando a todos la “democrática” posibilidad de “mostrarse” pero, desafortunadamente, también está debilitando las “defensas intelectuales” de nuestra sociedad, necesarias para neutralizar la humana tendencia a dejarse infectar por la ponzoña de la chatura, en nombre de un tan efímero cuanto discutible éxito “del momento”, nefasta locución adverbial con la que se define hoy día el “paso del enésimo cometa» con talento, pero sin genio, que no es lo mismo. El hombre de talento se aboca meramente a los acontecimientos “de su tiempo”, dedicándose a las necesidades circunstanciales. Su trabajo es contingente a una época y, por eso, reemplazable, Schopenhauer dixit. Infectado con esta mediocridad, entendida no sólo como caída de nivel, sino como despreocupación “cortoplacista”, el arte clásico, que supo ser valuarte de los ideales de belleza, justicia, paz, etc, está siendo inexorablemente reemplazado por una forma de cultura “fast food”, en nombre de un sentir colectivo de pseudo-igualdad con el que se llenan los bolsillos los abanderados del “postureo de conveniencia”: maquiavelismo de manual… Justamente ayer, visitando Toledo, arrobado ante obras de arte cuya concepción y ejecución llevó décadas —y genio—, aprendí que en Tik-Tok, agujero negro mediático de reciente creación, más de 20 segundos aburren…
Y todo este razonamiento, ¿a dónde lleva?
La pandemia afecta todos los estratos de la sociedad, pero cuando se trata de salud, aparte excepciones, el virus se ceba sobre todo con los más débiles, mayormente gente de la tercera edad o gente con patologías previas —declaradas o latentes—, para quienes el maldito bicho ha sido más el detonador que la bomba misma. El hecho de que este dato de facto pueda utilizarse para analizar el futuro de aquella rama del show-business que se apoya en el arte clásico para ganarse la vida, es obvio: el trabajo de los artistas clásicos depende de la sensibilidad y receptividad de la sociedad a los altos ideales implícitos en una forma de arte que ha sobrevivido por centurias. Cuando esos ideales han sido minados —no sólo para pasatiempo de la masa, sino hasta el mismísimo tuétano de la administración política—, pocas esperanzas quedan… La razón de ser del aparato productor sobre el que se apoya el oficio del artista clásico, es la puesta en acto de la excelencia. Puesta en acto entendida como el dar vida a letras-músicas-pinturas-danzas, etc, que de no mediar el artista ejecutor, permanecerían adormecidas en el papel. Obras Maestras, las llamamos. Pero ¿qué sucedería si ese pulular de continentes sin contenido al que me refería arriba se enquistara tanto en la sociedad que el porcentaje de individuos capaces de discernir entre excelencia y banalidad descendiese a cifras intrascendentes? Pues que no se justificarían las estructuras… En eso estábamos, y de lleno, antes de que el Covid-19 viniera a dar una mano a los verdugos del arte, no sólo afilándoles el hacha sino, y peor, mucho peor, procurándoles el más perfecto e indetectable de los camuflajes: “Yo no fui; fue el virus…”. ¡A ver si despertamos de una vez, que lo que está sucediendo no es un efecto colateral de la pandemia, sino el golpe de gracia a una situación en la que nos hemos permitido irresponsablemente entrar, ignorando la salud de nuestro sistema cultural, mucho antes siquiera de que la pandemia nos pateara allí donde más nos duele: nuestros trabajos! Mientras el colapso de valores no estaba afectando la cotidiana realidad laboral, sólo unos pocos clamábamos que un cierto conformismo mediocre estaba peligrosamente envenenando nuestra forma de ganarnos la vida. Como castigo por haber profetizado con el ejemplo, muchos nos hemos ganado el desprecio —honrosa pero dolorosa distinción— de aquellos cuyo “merendero” depende de una debacle por ellos mismos alimentada, cuando no también provocada, en la que se mueven como pez en el agua.
Paradójicamente, ser un artista relevante en la situación actual es, de algún modo, contraproducente… La ventaja sine qua non del artista de renombre, además de su cualidad intrínseca (cuando tal notoriedad es justificada), es la del “llenado de la sala”; por lo cual, considerando las restricciones de aforo, la notoriedad se ha vuelto un handicap a menos que regales tu trabajo, medida en el que, como se esperaba, están cayendo muchas entidades y productores, algunos por honesta necesidad, otros por baja catadura moral, o sea: los avivados de siempre, pero con licencia para matar… En este sentido, ya veremos cómo evoluciona la cosa. Quizás estemos ante el final de un sistema, aunque creo firmemente que el ser humano necesita son? ar, por lo que la vuelta al glamour terminará imponiéndose. La pregunta es ¿cuándo?
Aparte estas consideraciones de causa-efecto generales, en lo personal, estoy aprovechando el tiempo para componer —he terminado un Te Deum y el Concierto para un Resurgir (guitarra y orquesta de cámara). Además, también estoy muy ocupado en preparar alternativas como responsable artístico de “situaciones nacientes” (el eufemismo obedece al secreto contractual) y, como tantos, usando la reclusión obligada para ponerme al día en infinidad de cosas eternamente postergadas por la tiranía del calendario.
No quisiera terminar sin una alusión —fruto de un análisis muy personal del fenómeno—, al streaming tan de moda hoy día. Creo que, por interesante que parezca en general este modo “artificial” de mantener el contacto con nuestro público, este recurso tecno- artístico que nos permite llegar a agrupar hasta verdaderas orquestas —tocando cada uno desde su casa para luego empastar el todo con un resultado sonoro más o menos discreto—, está, si no acentuando la crisis, al menos envenenando la salida de ésta: si ya tenemos poco público en situaciones normales, y muchos terminan por acostumbrarse a este dulce, pero atormentado sucedáneo del arte en vivo, el epitafio estará escrito. Los artistas, en nuestra entendible desesperación por mantenernos activos, estamos cometiendo un error que, creo — y Dios sabe cuánto quisiera equivocarme—, pagaremos muy caro con el tiempo: dejaron de venderse discos porque el streaming o las descargas, a precios tirados, cuando no gratis, destruyeron la industria discográfica. ¿Toca ahora matar al escenario?…»
José Cura
Madrid, agosto 2020
Ver nota completa en la edición de Música Clásica 3.0 #15