Durante los últimos treinta años de su vida, Jean Sibelius no sólo dejó de componer grandes obras, sino que, según se cuenta, destruyó sus partituras inéditas.
El periodo se conoce como «el silencio de Järvenpää», y es uno de los grandes enigmas de la música del siglo XX.
Por Gustavo Fernández Walker para MusicaClasicaBA (incluida en la revista impresa Nº7).
El silencio es un elemento constitutivo esencial de la música. La anécdota de John Cage y su 4’33» es más que conocida, aunque tal vez más significativa sea la interpretación de Organ/ASLSP, también de Cage, que todavía suena en el órgano de la iglesia de San Burcardo en Halberstadt y que seguirá sonando hasta el año 2640 (si es que todavía hay alguien ahí para escucharlo). Con compases que duran años (la sigla ASLSP del título alude a As SLow aS Possible, «lo más lento posible»), la obra de Cage comenzó a sonar el 5 de septiembre de 2001. «Sonar» es, desde ya, un modo de decir, porque los primeros diecisiete meses de la versión de Halberstadt fueron de silencio, apenas el levare antes de atacar el sol sostenido que comenzó (esta vez sí) a sonar el 5 de febrero de 2003.
Otros silencios son más enigmáticos, como paréntesis abiertos en el corazón de la música. Acaso los más misteriosos sean los que Jean Sibelius (1865-1957) plantó en el cuarto movimiento de su Quinta sinfonía, separando los acordes fortissimo que cierran la obra. En la primera versión de la sinfonía, esos intersticios eran subrayados por un redoble de timbal, pero el efecto que logra Sibelius al remover ese sonido y dejar únicamente la reverberación del acorde anterior y la tensión de la orquesta antes de atacar el siguiente produce un efecto difícil de describir. Es casi imposible resistir a la tentación de comparar esos silencios con los amplios espacios blancos o azules de Finlandia. Al fin de cuentas, la relación entre la música de Sibelius y la naturaleza dio pie a una de las tantas controversias de la música del siglo XX. Theodor Adorno, uno de los principales críticos de la música de Sibelius en la primera mitad del siglo pasado, se lamentaba al advertir que «la convicción dominante es que la disposición de la naturaleza está ligada al silencio estremecedor».
Pero esa serie de silencios al final de la Quinta sinfonía son misteriosos por otro motivo, esta vez extramusical. Y es que, en cierto modo, parecen anunciar ese otro silencio, que se extendería durante casi treinta años, y que se conoce como «silencio de Järvenpää», por la localidad al norte de Helsinki en la que Sibelius pasó sus últimos años, rodeado de admiración y afecto, pero sin volver a escribir una obra de gran envergadura. Los últimos títulos de su catálogo son las sinfonías Sexta (1923) y Séptima (1924), el poema sinfónico Tapiola (1926) y la música incidental para una producción de La tempestad de Shakespeare estrenada en el Teatro Real de Dinamarca en 1926. Sibelius recibió un encargo para una Octava sinfonía, e incluso se cree que la obra pudo haber sido completada en su totalidad. Hacia 1945, sin embargo, en lo que su esposa Aino describió como un «auto de fe», Sibelius quemó sus partituras inéditas, y con ellas toda esperanza de que existiera una nueva contribución suya al canon sinfónico. Gracias a ese gesto, el silencio de esos últimos años parece más asociado al fuego que a la nieve.
Quizás el único caso similar al de Sibelius, un silencio musical prolongado y sostenido hasta el final por un compositor exitoso, sea el de Gioacchino Rossini, cuya última ópera; Guillermo Tell, fue estrenada en 1829. Rossini murió treinta y nueve años más tarde, sin haber compuesto más que lo él llamaba «pecados de la tercera edad», en su mayoría piezas para piano. Aunque, entre esos pecados, hay también obras de mayor escala como la Petite Messe Solennelle (1863). Por otra parte, y sin caer en una suerte de determinismo geográfico, los silencios de Rossini y de Sibelius no pueden ser más distintos: uno jovial y activo en los salones de París, el otro taciturno, reacio a los honores y a siquiera hablar de cuestiones musicales con los numerosos visitantes que se acercaban a conocer a una de las personalidades más destacadas de Finlandia.
«Quizás el único caso similar al de Sibelius, un silencio musical prolongado y sostenido hasta el final por un compositor exitoso, sea el de Gioacchino Rossini».
Las sinfonías Sexta y Séptima, más el poema sinfónico Tapiola, suelen ser consideradas como una suerte de trilogía final, en la que Sibelius habría alcanzado una libertad y un dominio de la forma que marcarían una suerte de punto de llegada más allá del cual ya no era posible continuar avanzando. El propio compositor parece haber considerado algo semejante, al afirmar que «si no puedo escribir una sinfonía mejor que mi Séptima, entonces esa será la última». En 2011, la Orquesta Filarmónica de Helsinki interpretó una serie de compases que habían sido encontrados entre los papeles de Sibelius que se salvaron de la hoguera. No hay certezas de que se trate efectivamente de bocetos de la Octava sinfonía, aunque esos breves motivos que surgen de la orquesta para disolverse en silencio al cabo de unos pocos segundos producen una sensación extraña. Como si la orquesta estuviera leyendo los retazos de las páginas mientras arden, alcanzando a vislumbrar unos pocos compases a la luz de las propias llamas que los consumen. Bocetos que suenan no como los primeros sonidos imaginados por el compositor, antes de que tomen su forma definitiva, sino como los restos chamuscados que sobrevivieron al fuego.
Pero independientemente de los esfuerzos por reconstruir esa sinfonía perdida («el Santo Grial de la música finlandesa», como se llegó a llamar a la Octava), el secreto del silencio de Järvenpää acaso se esconda en esa otra gran obra de la madurez de Sibelius, la música incidental para La tempestad. Probablemente, el hecho de tratarse de una serie de números breves compuestos para acompañar una producción teatral hacen que esta música no esté tan presente en las salas de concierto como las sinfonías, los poemas sinfónicos o el Concierto para violín y orquesta. Pero el propio Sibelius confeccionó dos suites con selecciones de los principales episodios de la obra, lo cual sugiere que, independientemente de las funciones programadas en el Teatro Real de Copenhague, el compositor aspiraba a que su obra llegara a una audiencia mayor. Una sensación similar queda al leer la correspondencia de Sibelius, en donde el músico se lamenta de la postergación del estreno de la producción, porque le interesaba que esa música no quedara confinada únicamente al papel y pudiera ser escuchada.
Y lo que se escucha en La tempestad es asombroso. Comenzando por la obertura, una de las páginas más obsesivas que puedan imaginarse, una suerte de caos controlado a partir de variaciones mínimas. Y continuando por los contrastes entre los breves números que siguen, algunos incorporando voces a la orquesta, para dar cuenta de los personajes de Shakespeare, de las situaciones dramáticas que se desarrollan a lo largo de la obra, pero sobre todo de una suerte de atmósfera onírica. Toda la música de La tempestad suena como el esfuerzo por recordar un sueño después de haber despertado.
Al leer las cartas que Sibelius escribía a sus amistades, los recuerdos de Aino, su esposa, pero sobre todo al escuchar esa música, no quedan dudas acerca de la identificación que el propio compositor sentía respecto del personaje de Próspero. No es casual que, en su crítica, Adorno decidiera en cambio equiparar a Sibelius con Calibán: para el filósofo alemán, la presencia de la naturaleza, la simbiosis con el paisaje nórdico a la que la música de Sibelius parecía aspirar, hacían de él una suerte de criatura rústica, rendida ante la fuerza de los elementos. Con su identificación con Próspero, Sibelius parece responderle a Adorno: las tormentas, los crepúsculos y las auroras de las sinfonías son productos de su imaginación, de su capacidad creadora. El compositor no es un mero testigo mudo de la naturaleza, sino que es el responsable de darle forma, de crearla. El público puede sentir ese «silencio estremecedor» como una fuerza sobrenatural e indómita, pero el artista observa la tormenta impasible desde su isla, consciente de que es él mismo el que conjura, alternativamente, esa furia o esa calma.
El «silencio de Järvenpää» sería entonces el equivalente de ese monólogo final y agridulce de Próspero en el epílogo de La tempestad. La obra crepuscular por excelencia termina con el ilusionista que, acostumbrado durante tanto tiempo a habitar un mundo diseñado únicamente por su propia fantasía (y a hacer que todos los demás vivan a gusto en él durante ese breve lapso que pasan en esa isla misteriosa que es el teatro o la sala de conciertos), debe abandonar ese ámbito en el que él es amo y señor y regresar a tierra firme. Tapiola y la Séptima sinfonía pueden ser los últimos grandes trucos de magia de Sibelius, pero en la música de La tempestad debe buscarse el verdadero epílogo, el momento en el que el mago se dirige en primera persona a su público y le pide que, con su indulgencia, lo libere.