Seis conciertos, entre viejos conocidos y gratos descubrimientos.

Imagen de Seis conciertos

 

PIANO.

            La presencia de Ralph Votapek en los Conciertos de Mediodía del CCK, en este caso en la Ballena Azul, volvió a actualizar el viejo romance entre el intérprete y la Argentina, y en particular con el Mozarteum Argentino. Han pasado increíbles 52 años desde que un muy joven Votapek nos visitara por primera vez y conquistara de entrada a los argentinos con su calidad de artista y su carismática presencia, típica de lo mejor del estadounidense. Y han pasado 53 años desde que me inicié profesionalmente en la crítica musical: seguí su carrera cada vez que vino, y nadie lo hizo más asiduamente (creo no equivocarme si digo que llegó a nuestro país en al menos la mitad de esos años, unos 26). Tuve el placer de conocerlo cuando vino a La Plata a tocar en 1992, cuando yo era el Director General del Teatro Argentino, y me impactó su llaneza, su buena voluntad de adaptarse a condiciones no ideales, su afecto por los argentinos. ¿Quién otro en cada visita no sólo tocó en la Capital de la República, sino también en multitud de ciudades del Interior? Por cierto a través de las décadas siempre se lo recibió con admiración y entusiasmo y con buen motivo: su estilo y sus maneras eran y son auténticas, y como además luce muy juvenil cuando ya pasó de los 70 años, uno desearía que su buena costumbre de visitarnos cada dos años se prolongue todavía muchos años, ya que sus cualidades se mantienen intactas.

            Desde el principio supo programar de un modo muy ecléctico, eligiendo obras valiosas y contrastantes y evitando insistir en lo trillado. Además, su dinamismo contagioso jamás cayó en la exageración de los gestos y actitudes. Nacido en Milwaukee, fue pasando del Conservatorio de Wisconsin a la Northwestern University. Y luego, ya en New York, se perfeccionó en la Manhattan School of Music y la Juilliard School  con extraordinarios profesores: Rosina Lhevinne y Robert Goldsand. Ganó el Premio Naumburg y Medalla de Oro en la primera edición de la Van Cliburn International Piano Competition. Formó una familia musical; tocó a dos pianos con su esposa hace ya décadas en los Conciertos de Mediodía en el Gran Rex, y sus hijos han grabado discos como clarinetista o como integrante del Cuarteto Chester. Hay un adjetivo muy americano que se le aplica: “wholesome” (sano, edificante). Recitalista pero también músico de cámara y solista con orquesta, y a través de los años docente, su múltiple actividad fue siempre positiva.

            Su talento abarca estilos divergentes; está tan cómodo en el clasicismo como en el romanticismo o el impresionismo; pero si hay algo en lo que siempre fue descollante es en su captación exacta de la música de Gershwin, dándole todo el swing requerido pero sin olvidar que el compositor es el más extraordinario creador crossover, al menos en el siglo XX (ciertamente Johann Strauss II lo fue en el XIX). Hubo pianistas de Estados Unidos más “flashy” (virtuosísticos, de relumbrón), como Cliburn, pero pocos han mantenido con tanta regularidad una sólida trayectoria basada en una preparación exhaustiva, una disciplina férrea y una musicalidad natural que no busca ser innovadora sino fiel al estilo del autor. Aquellos que quieren “originalidad” y creen que eso significa hacer algo audaz distante de lo que figura en la partitura  no gustaron ni gustarán de Votapek; aquellos –y me incluyo- que creen  que el equilibrio no está reñido con la intensidad y el respeto al compositor  gustaron y gustarán de Votapek. Hay lugar para la verdadera genialidad de Argerich (cuando no se sale de cauce) y artistas como ella aparecen raramente, pero también hay lugar para el gran pianista del tipo de Votapek o Goerner. Creo que aunque Votapek es respetado y admirado no ha tenido tanta repercusión en Europa como merece; quizá no les atrae que sea tan “wholesome”.

            En esta visita preparó dos programas igualmente interesantes, uno el que comento y otro para la Usina del Arte, donde dio dos veces el mismo recital pero además ofreció dos clases magistrales. Y naturalmente tocó en varias provincias. Con su técnica tan pura dio una versión casi perfecta de la Sonata Nº 17, K.570, de Mozart, del más decantado estilo final. Luego, esas asombrosas Piezas para piano Op. 118 de Brahms, escritas a los 59 años en 1892, en las que Votapek comunicó las diferentes facetas de la madurez de quien fue gran pianista del Romanticismo tardío. Así desfilaron la generosa expansividad del Intermezzo inicial, el tono nocturnal del siguiente Intermezzo enriquecido por ricos contrapuntos en la última página, la poderosa Balada influída por el folklore húngaro, el Intermezzo en fa menor donde el contrapunto se ve complementado por el lirismo en el sector central, la Romanza que alterna el coral con la canción de cuna, y el Intermezzo final que cita el Dies Irae. Salvo un desarreglo pasajero en esta última pieza,  la versión de Votapek fue de gran seguridad técnica en esta escritura densa con complejos acordes, pero además captó las emociones tan variadas de esta música de real sustancia. ¿Es necesario decir que su versión de los Tres preludios de Gershwin fue impecable, si en este repertorio el pianista jamás se aparta de la más íntima comunión con el espíritu de la música? Votapek eligió a Debussy para terminar el programa, otro autor con el que congenia totalmente, pero aportó una pieza que es casi desconocida: el Nocturno escrito en 1892 cuando su estilo si bien todavía en formación ya se iba perfilando, y “La isla alegre”, centelleante y dificilísima, inspirada por ese cuadro de Watteau que décadas más tarde sería festejado por Poulenc en un vals-musette a dos pianos: “El embarque a la isla de Citerea”, la del amor y los placeres. Magnífica ejecución de soberano dominio. Y nos despidió con una pieza extra tocada con una sensibilidad de verdadero talento: el Nocturno Nº 5, Op.15 Nº2, de Chopin.

            Del pianista consagrado tocando grandes autores en una amplia sala a algo muy distinto pero de valor: el primer concierto del Ciclo Descubrimientos, con la dirección artística de Lucio Bruno-Videla y con los pianistas Melina Marcos y Juan Pablo Scafidi en el ámbito tan atrayente de la sala principal del Museo Fernández Blanco, cuyos conciertos de fin de semana han dado un gran aporte durante décadas bajo la guía responsable y positiva del Director, Lic. Jorge Cometti, y de Leila Makarius en la Producción Musical. Nadie en años recientes ha hecho tanto por la investigación y difusión de la música argentina del siglo XIX y de la primera mitad del XX como Bruno-Videla, y este concierto fue buena prueba de lo dicho. Casi toda la música escuchada estaba olvidada y necesitaba del rescate de un músico investigador con un sentido de misión y  muy sólido conocimiento. Y es por ello que, a diferencia de lo que a veces pasa con aquellos que se ponen a hablar de música y son más charlatanes que expertos, fue de verdadera utilidad que Bruno-Videla fuera explicando la obra de cada compositor con profusión de datos y amenidad.

            Yo no conocía a Antonio Restano (1860-1928) ni de nombre; resultó ser un italiano que se repartió entre su país y Argentina, escribiendo óperas, y autor de misa, cantata, sinfonía, quinteto e himno, además de piezas para piano como esta Polonesa en fa sostenido menor publicada póstumamente en 1932 y que está en el Archivo de Bruno-Videla. Música tradicional grata, completamente tonal, sin atisbos de modernismo, en un tipo de danza poco frecuentado aquí (recordar la de Drangosch). Restano fue profesor en el Conservatorio Weber.

            Por supuesto, Carlos López Buchardo es muy conocido, y escuché en concierto su música incidental orquestal para “Romeo y Julieta” de Shakespeare. Denominados “Comentarios musicales”, los dirigió Cillario en Agosto 1955. Pero una de las piezas fue escrita para piano y es la que pudo apreciarse: un “Canto elegíaco” expresivo, fotografiado del archivo familiar por Bruno-Videla.

            Josué Teófilo Wilkes (1883-1968) fue más conocido por sus libros de investigación que por su música; sin embargo ensayó diversos géneros: ópera, cantata, oratorio,  y algo poco común, un octeto para cuerdas. Fue discípulo de Alberto Williams, y de D´Indy en la Schola Cantorum. Estudió la música colonial americana y la indígena. Las piezas que escuchamos me resultaron interesantes y también son del Archivo de Bruno-Videla: una breve “Remembranza afectiva” de bella melodía, y “Efluvios pampeanos” (1916), donde logra evocar con armonía muy cuidada a nuestro campo.

            Manuel Gómez Carrillo, que tuvo idénticos años de nacimiento y muerte que Wilkes, fue un santiagueño que rescató más de 400 cantos incaico-calchaquíes. Sus Danzas y cantos regionales del Norte argentino fueron editados por otro notable estudioso de nuestra música, José María Veniard, y para este concierto se escucharon tres de ellos: “El palito loretano”, “El llanto” (una pieza rápida pese al título) y “El gato de Tarapaya”. No son elaboraciones sobre el material sino transcripciones que intentan ser fieles, sólo adaptándolas hábilmente al piano. Pero revelan cuánta riqueza popular hubo en el pasado y es importante conocerlas en este tiempo de fusiones en donde lo auténtico no se valora.

            Melina Marcos presentó todas estas obras con un mecanismo bien trabajado y evidente seriedad, de tal modo que las partituras se entendieron sin cortapisas; fue una buena embajadora de los materiales que tuvo entre manos.

            En la Parte II, sólo dos autores pero con obras más extensas. Por supuesto que los veteranos lo conocemos bien por su ópera “El Matrero”, que hace no tantos años pudo verse en el Teatro Nacional Cervantes y que fue la obra elegida para la reinauguración del Teatro Rivera Indarte de Córdoba (fui invitado hará unos veinte años). También la vi en alguno de esos tres años consecutivos (1974, 75 y 76) de la última reposición del Colón (absurdo en un teatro de “stagione”). Luego no volvió (ni debería con sólo ocho óperas anuales), pero es una buena ópera y la más vista de las argentinas junto con “Aurora”. Escribió otras óperas, como “Zincalí”, pero sus obras pianísticas son poco conocidas. Fue una agradable sorpresa escuchar sus seis “Estampas argentinas” editadas en 1950 (ahora en el Archivo Bruno-Videla) –de las que existe versión sinfónica- ya que son variadas en sus contenidos con ideas melódicas convincentes y armonías logradas. Son “Chacarera de Ramayo”, “Misa chico” (una procesión), el evocativo “Camino solitario”, un “Bailecito alegre” que realmente lo es, “Vidalita de Montiel”, y de particular ambientación la última pieza, “Crepúsculo pampeano”.

            Alfredo Pinto (1891-1968) era italiano aunque pronto se radicó en la Argentina. Sus obras en décadas recientes se han olvidado, pero estrenó la ópera “Gualicho” (1940) y el ballet “El Pillán” (1947), ambos en el Colón, y escribió varios poemas sinfónicos. Bruno-Videla escogió varios números de su “Serie Argentina”: aquellas que son de tipo folklórico, ya que otras no parecen responder al título general, y le fueron facilitados por el Archivo del Instituto de Investigación Musicológica Carlos Vega de la UCA. Escritura pìanística compleja y abigarrada, particularmente en el cuarto y último número, “Chacarera engualichada” (porque el material proviene de la ópera “Gualicho”).  Antes, “Copla”, “Gato bravo” y “Poesía de un triunfo” presentaron algunas ideas válidas realizadas con buena técnica.

            Por supuesto, ninguno de estos compositores abrazó ideas de avanzada y están obviamente atrasados con respecto a Europa y a otros autores argentinos que ya desde la década del Treinta empezaron a renovar su lenguaje, pero dentro de su estilo más apegado a la tonalidad, buena parte de la música me pareció meritoria y creo que no hay que olvidarla.

            Juan Pablo Scafidi hizo frente al desafío de estas obras, a veces arduas, con una bien probada técnica y fuerte estudio, de tal modo que incluso la Chacarera llegó al oyente de modo satisfactorio.

            Sólo me queda agregar que habrá dos conciertos más, y que es una lástima que poca gente se haya acercado en esta ocasión, ya que será improbable que tengan otra oportunidad de conocer la mayor parte de esta música.

 


 

 

VIOLÍN Y PIANO

             Nuova Harmonia nos ofreció en el Coliseo el descubrimiento local de dos artistas de valor: el violinista Domenico Nordio y el pianista Orazio Sciortino. Y fue buena prueba de que cuando hay calidad el carisma pasa a segundo plano.  Y también que nos sigue faltando información sobre instrumentistas de relevante carrera europea pero sobre los cuales nada nos dicen los diarios, de tal modo que sólo aquel que viaja con frecuencia, o es muy seguidor de Youtube, se entera de los que importan. La biografía del programa de mano es bastante detallada y nos cuenta bastante sobre violinista y pianista. Hombre maduro (nació en 1971 en Venecia), Nordio se presentó en varias de las más importantes salas del mundo y con algunas orquestas de primera línea. Me extrañó que figure nuestro Colón (ignoraba que hubiera venido). También ha hecho mucha música de cámara con artistas como Misha Maisky y Jeffrey Swann, estrenado varias obras contemporáneas, grabado para Sony Classical y ganado varios concursos. Sin llegar a ser rutilante, una trayectoria destacada.

            En cuanto a Orazio Sciortino, es pianista y compositor. Colabora en toda una ristra de instituciones italianas relevantes pero también en una variada serie de lugares en el mundo. Grabó en varios sellos, compuso óperas y obras de cámara.

            Pero en ambos casos tardé unos minutos en separar el carisma de lo que me llegaba como música. En el caso de Nordio porque tiene un tic irrefrenable moviendo la boca de un modo que distrae y no es grato y su presencia no comunica (muy distinto que Quadra, al cual me referí recientemente); y en el de Sciortino porque su rostro adusto jamás se ilumina con una sonrisa. Eligieron para comenzar nada menos que la “sonata de las sonatas”, la Nº 9, “Kreutzer”, de Beethoven, la más larga, más tocada y más importante de las diez que escribió. Y claro está, viene a la memoria de cualquier melómano un torrente de versiones ya sea en vivo o grabadas y uno retiene interpretaciones que impactaron. No puedo decir que Nordio-Sciortino hayan llegado a un Parnaso, pero tras varios minutos ya no me quedaba duda de que estaba escuchando a dos ejecutantes de indudable capacidad. Pero sólo con violinistas italianos, cómo olvidar a grandes artistas de los Sesenta y Setenta como De Vito, Brengola, Accardo, Ricci y Ughi y a pianistas como Aprea, Lorenzi o (con Ricci) nuestra Argerich. O grabaciones como las de Perlman/Ashkenazy, Menuhin/Kempff, Kremer/Argerich, D. Oistrakh/Oborin, Szeryng/Rubinstein, Grumiaux/Haskil, Zukerman/Barenboim, Szigeti/Bartók. Sí, la memoria cuenta, y cada melómano tiene sus entusiasmos; éstos son los míos (una gran obra puede tener muchas versiones memorables). Pero realmente hubo en los visitantes italianos grandes cualidades: Nordio tuvo una afinación y un fraseo muy precisos, con una buena calidad tímbrica, y fue resolviendo pasajes muy arduos con solvencia, sin llegar al virtuosismo trascendental; además, esencial en Beethoven, supo mantener el equilibrio formal.  Y Sciortino, si bien algo rígido, pronto demostró un excelente control técnico en los numerosos pasajes de gran exigencia y velocidad y un indudable ajuste con Nordio; su versión total fue muy eficiente, pero no siempre conmovió ni matizó. Una versión de gran profesionalismo aunque no una interpretación personal (el difícil arte de respetar la partitura pero con rasgos propios).

            Hasta allí ambos se ganaron la apreciación positiva del público. Durante el resto del programa, tal impresión se afianzó y llevó a un resultado final de franco éxito; la calidad musical había vencido a la carencia de carisma. La Primera Parte se completó con la Sonata en Re mayor, RV 10, de Vivaldi en arreglo de Respighi, cuyo entusiasmo por el Barroco es evidente en otros arreglos famosos y muy bien realizados, como la suite “Los pájaros” y las tres suites de “Antiguas danzas y arias”. Por supuesto, son del período entreguerras y se estaba lejos del historicismo que prevaleció a partir de 1970. Es curioso, esta Sonata figura en mi catálogo R.E.R. de CDs del año 2000 con una sola versión de este arreglo realizado en 1910, por Milstein y Mittman, en 1936; pero también hay una sola de la Sonata en su forma original, y por intérpretes poco conocidos en un sello secundario. Sin embargo es muy típica del estilo vivaldiano y se la escucha con placer, en su estructura que no responde a la de la habitual ”sonata da chiesa” (Adagio-allegro-adagio-allegro), sino que es en cambio Allegro-allegro-adagio-allegro. Los intérpretes la tocaron con limpidez (por supuesto el original es con clave).

            Fue muy bien programado el inicio de la Segunda Parte, ya que las Cinco melodías (no “Cinque melodie” como figuraba; estamos en Argentina) Op.35bis (el Nº2 agregado en exprograma de mano no corresponde) de Sergei Prokofiev se escuchan rara vez y valen la pena. En realidad el Op.35 sin bis era “Cinco melodías sin palabras”, escritas para Nina Koshetz, y el compositor la acompañó al piano en 1918 en New York. Pero luego, a pedido del violinista Pawel Kochansky, las arregló para violín y piano y así se estrenaron en París en 1925. Las cinco melodías  están entre las obras más serenas y gratas del autor, aunque no falta algún elemento humorístico, y es extraño que aquí se toquen poco, ya que tienen nada menos que 14 versiones en el catálogo R.E.R., y con artistas como Kremer/Argerich, Bell/Mustonen y D. Oistrakh/Bauer. Ya muy asentados, Nordio y Sciortino dieron una versión de primer orden de ellas.

            En semanas recientes comenté dos veces versiones de “Tzigane” de Ravel para violín y orquesta y dí mi opinión que la  orquestal es más interesante que la original con piano, dada la magia de orquestador raveliana, pero que incluso la de orquesta es bastante extraña. La elección de esta obra por parte de Nordio es audaz, dadas sus pavorosas dificultades; las sorteó bastante bien aunque sin llegar al virtuosismo (Inchausti las resolvió casi perfectamente) y Sciortino reveló su habilidad para desentrañar la enredada escritura pianística del autor.

            Las dos piezas extras fueron una lección de estilo: la Gavota con variaciones de la Suite Italiana de Stravinsky (basada en su “Pulcinella”), ejemplo perfecto de la nueva tendencia de la posguerra (después de 1914-18) que se ha dado en llamar “neoclasicismo”  y que en el caso de este creador camaleónico (como Picasso) es la etapa de los ”neos” más variados. El arreglo es de Stravinsky y del violinista Samuel Pushkin (hay arreglo alternativo para violoncelo y piano de Stravinsky y Piatigorsky). Y la deliciosa “Liebesleid” (“Penas de amor”) de Fritz Kreisler, una cumbre de la música “salonnière” (es un error de gusto creer que todo es trivial dentro de esa manera de hacer música; depende de quien la haga). En ambas se lució Nordio; Sciortino acompañó con elegancia.

 


           

 

       Como ocurrió con los conciertos de piano comentados, pasó con los de violín y piano: el primero en una sala muy grande, el segundo en un ámbito pequeño, pero con una diferencia: fue todo un descubrimiento de Mario Videla y se convirtió en un lugar convincente para su propósito  y el del violinista Pablo Saraví: lograr que los asistentes gocen de la música en un lugar íntimo de larga historia y con buena acústica para las creaciones que escuchamos, aunque no tanto para la palabra hablada, a veces opacada. Se trata de la Biblioteca del Convento o Monasterio de Monjas Clarisas anexo al Templo de San Juan  Bautista (comenté el concierto realizado en el templo y dedicado a la música de la Capilla de Versailles). Las Clarisas Capuchinas chilenas llegaron en 1747, y  en 1754 la Congregación tomó posesión de la Iglesia (o Templo) de San Juan Bautista. El Capitán Don Juan de San Martín les ofreció el terreno contiguo a la iglesia para la construcción de un Convento y en sólo dos años se construyó; las Clarisas se instalaron en 1756 y allí se quedaron hasta hace pocos años, cuando se trasladaron ellas y su importante archivo al Partido de Moreno. Cuando se produjeron las Invasiones Inglesas el patio central del Convento fue utilizado para atender a los heridos, y allí descansan los restos de los soldados británicos y nuestros patriotas; allí se conmemora todos los años el Día de la Reconquista. Buena parte del Monasterio fue demolido y ahora es el Hotel Intercontinental. En verdad el Patio es notable y sorprendente; uno pasa por él y de allí sigue a la Biblioteca, que aún conserva gran cantidad de libros detrás de las vidrieras en cada pared; y se la llama el coro porque allí cantaba el Coro del Templo; pero además hay un Antecoro, donde estaban los coreutas antes de entrar a cantar.

            Y bien, Videla, luego de haber elegido el  templo para el concierto versallesco, conoció esta Biblioteca y le pareció que era el lugar para el concierto que con Saraví estaban programando, “El Arte del Violín Barroco”. Pero la sala sólo alcanza para unas 60 personas, y así programaron dos fechas con idéntico programa, el 9 y el 10 de junio; yo fui al segundo. Antes de empezar, les agradezco que me hayan invitado al antecoro, que me hayan explicado su idea, que Videla me obsequiara dos Cds grabados por él en órganos históricos europeos (pude escuchar el primero, “Before Bach”, y me pareció magnífico; el otro está dedicado a Bach y estoy deseando encontrar el rato para poder apreciarlo) y que Saraví me permitiera mirar bien de cerca el espléndido violín realizado por un luthier alemán contemporáneo de Bach según un modelo de Amati, con arco levemente curvo y un poco menos largo, que es de su propiedad.  Son dos artistas que me han dado tantas horas de placer estético y de novedades enriquecedoras  que esperaba mucho de esta velada, y la realidad fue todavía superior a mis expectativas y se convirtió en un punto muy alto del Ciclo de la Academia Bach.

            El interés no sólo estuvo en las obras de los grandes (Couperin, Telemann, J.S.Bach) sino en dos compositores  que resultaron de calidad importante y sólo son conocidos por especialistas: Johann Schop y J.P. von Westhoff. Y por supuesto, en los instrumentos: el violín ya mencionado, y el uso de un fortepìano dieciochesco (una rareza en esta ciudad) para Bach (en Schop y Couperin se utilizó un órgano de cámara, quizás el que Videla toca en las cantatas bachianas).

            Schop vivió entre ca. 1590 y 1667 y diría que sin saberlo el melómano lo conoce: es el autor del coral famoso llamado “Jesús alegría del hombre” en la Cantata Nº 147 de Bach (aunque creo que la gente se acuerda más del irresistible acompañamiento ideado por Bach,  esa melodía de muchas notas conjuntas que uno sale tarareando). Las excelentes notas de programa nos ilustran: “Fue el primer violinista alemán en ganar prominencia en la época del temprano Barroco…Publicó dos libros de piezas de baile en la década de 1630 que fueron muy populares…Las tres piezas incluidas en este programa fueron extraídas de la colección publicada en Amsterdam en 1646 titulada El Excelso Gabinete. En todas ellas recurre a melodías populares o danzas de la época utilizando el recurso de la variación tan en boga durante el siglo XVII. La primera pieza, ´Lachrime Pavaen´, se basa en la famosa melodía del compositor inglés John Dowland publicada en 1605 bajo el título ´Lachrimae or seven tears´ “ (en realidad  una colección bastante extensa). “ Las dos restantes” (Courant y Ballet) “son danzas de la época”. Y bien, con el discreto acompañamiento del órgano de cámara (podría ser un clave, quizá mejor para danzas), ya en estas obras se advirtió no sólo la muy grata habilidad del compositor sino la belleza de timbre del instrumento tocado por Saraví, terso, límpido y de buen cuerpo. Y la nobleza de estilo y perfección técnica del artista, que admite algo de vibrato (y estoy de acuerdo).

            François Couperin (“Le Grand”) vivió entre 1668 y 1735, o sea que abarcó las últimas décadas del reinado de Luis XIV y las primeras de Luis XV y dominó la música de su tiempo, sobre todo en la de clave y de cámara, aunque en la sacra también dejó maravillas (escribí recientemente sobre las “Leçons de Ténèbres”); en cambio no siguió la tradición de Lully y no compuso óperas ni ballets. Los “Concerts Royaux” (“Conciertos Reales”) son cuatro; fueron escritos en 1714-5 pero recién editados en 1722 junto con el Tercer Libro de Clave que reúne los “Ordres” (colección de piezas en la misma tonalidad) Ns. 13 a19. “Se interpretaban” (a partir de 1715)  “ los domingos en las estancias reales” y fueron “compuestos…para el rey Sol en el crepúsculo de su vida”.  Couperin en su prefacio dice: “estas piezas se adaptan no sólo al clave sino también a la flauta, al oboe, al violín y la viola”.  El compositor publicará en 1724 otra serie de conciertos, “Les Goûts Réunis” (“Los gustos –o estilos- reunidos”, o sea el italiano y el francés), que son nada menos que 14. El Diccionario Grove informa: “para instrumentos no especificados y continuo”; sin embargo, en el prefacio Couperin da a elegir pero especifica. En el catálogo R.E.R. de CDs se expresa: “clave o violín, flauta, viola, oboe y fagot”; y las varias grabaciones son para varios instrumentos, quizás eligiendo distinto según  cada interpretación. Y el artículo de Wilfrid Mellers sobre Couperin da esta información: “en los Conciertos del Domingo fueron originalmente tocados en clave por Couperin, con Duval, Philidor, Alarius y Dubois en violín, viola, oboe y fagot. Es en alguna combinación de maderas y cuerdas cuando son más eficaces”, aunque Couperin incluso los tocó en dos claves con algún discípulo. “Están impresos en cuatro pentagramas”. Y  considera a todos estos conciertos “la más civilizada música ocasional en la historia europea” (¡!). Por una vez estoy en desacuerdo con Videla y creo que según estas fuentes, si por razones del carácter del recital no correspondía utilizar maderas,  en cambio el clave era mucho más adaptado a ellos que el órgano de cámara. Sin embargo la belleza de la música trascendió; se eligió el Concierto Real II en re mayor en versión para violín y bajo continuo, integrado por “Preludio: con gracia”; “Allemande fugada: alegre”; “Aire tierno”- “Aire contrafugado: Vivo” (hay que entender que la melodía suena invertida, creo); y “Ecos: tiernamente”, que juega con el contraste de forte y piano.  Y bien, más allá del instrumento que tocó el continuo (por supuesto que bien tocado aunque el timbre me resulta demasiado sacro para este tipo de música), me pareció admirable lo que logró Saraví interpretativamente, con muy refinados contrastes, digitación y afinación impecables; y el violín “a la Amati” me gustó cada vez más. A lo que se suma que la imaginación y frescura de la música me conquistó totalmente, en particular en el “Air contre fugué” y los “Échos”.

            El concierto tenía como objetivo “el arte del violín barroco” y por ende resultó natural que las siguientes dos obras fueran para esa ardua cuestión del violín sin acompañamiento, que para el período Barroco nos lleva de inmediato a las Sonatas y Partitas de Bach, pero aquí nos hicieron escuchar a otros autores, con el valor añadido de que valían mucho la pena en ambos casos. Me sorprendió sobremanera la Suite para violín solo (1683) de Johann Paul Von Westhoff (1656-1705). Nació en Dresde y fue discípulo del gran Heinrich Schütz; en 1574 se unió a la Capilla de la Corte, de notable tradición violinística “que comenzó con las publicaciones de Carlo Farina en la década de 1620”. Y aquí va un dato extraordinario: “compuso las más antiguas obras para violín solo conocidas”; nos llegaron siete, entre ellas seis partitas  que inspiraron a Bach. Von Westhoff, Heinrich Ignaz Franz Biber y Johann Jakob Walther influyeron mucho “en la generación posterior de violinistas alemanes”. La Suite que escuchamos tiene la forma que consideramos habitual basados en las partitas de Bach: un Preludio y las cuatro danzas más utilizadas (alguna cambia en Bach): Allemande, Courante, Sarabande y Gigue, así en francés. Lo más extraño fue la profusión de dobles cuerdas y constatar que el violín de Saraví las pudo resolver con quiebres más suaves y rápidos que con un violín moderno; por otra parte, música muy bien escrita, melódica y rítmica. Y de allí a la fecundidad prodigiosa de Georg Philipp Telemann a través de su Fantasía Nº7, TWV 40:20.  Son 12 en total y fueron publicadas en Hamburgo en 1735 (¡también existen 12 para flauta, 12 para viola da gamba y 36 para clave!). Si bien tienen movimientos que podrían ser los de una sonata da chiesa, al menos en esta fantasía son muy breves; la obra sólo dura 6 minutos, pero cada piecita tiene una melodía grata y una escritura avezada: Dolce-Allegro-Largo-Presto. Hay no menos de 7 grabaciones. Y nuevamente la ejecución de Saraví fue clara y límpida.

            Y al final, el gran Padre Bach, con la Sonata Nº4 en do menor, BWV 1017, que son para violín y clave concertante. “La parte del teclado fue especificada casi en su totalidad por el compositor”. Probablemente las compuso en Cöthen entre 1720 y 1723; “Bach promovió al clave desde su función de bajo continuo al mismo rol que el instrumento solista”. “Tomando como base la forma de trío sonata barroca”, representan “un prototipo  de lo que sería posteriormente la forma sonata para violín y piano de los períodos clásico y romántico”.  Aunque no estén firmadas, qué duda cabe que las excelentes notas de programa son de Videla. Pero él también contó que Bach conoció el fortepiano perfeccionado de Silbermann en 1747 cuando fue a Potsdam, y Bach, que había rechazado un modelo anterior, aceptó el nuevo; o sea que  tardíamente supo que existía un instrumento de teclado que permitía alterar la intensidad de la pulsación, y eso tiene que haberle interesado. Por ello, le pareció interesante a Videla usar un fortepiano dieciochesco (supongo que el único o uno de muy pocos aquí), y realmente aportó un toque nuevo a una obra que yo conocía con clave; el instrumento había sido reacondicionado por expertos. Claro está que estoy acostumbrado a mi grabación de 1963 por Lars Frydén en violín barroco con Gustav Leonhardt al clave, pero fue interesante escucharla con otro timbre. El no identificado comentarista del disco es lapidario: son las sonatas más importantes para violín y teclado antes de Mozart, Beethoven y Brahms. La Cuarta se inicia con una Siciliana de una belleza abrumadora (fue bisada al final del concierto); el Allegro siguiente es tremendo en su entramado contrapuntístico fugado a tres voces; luego un Largo tipo Sarabanda, melancólico; y un Allegro final imitativo y poderoso. En total, del mejor Bach. Y recibió una interpretación intensa, trabajada, inteligente, que comunicó su sustancia plenamente. Fue el final de un concierto que aportó como pocos a quienes lo escucharon. Una labor vocacional de artistas verdaderos.

 


 

 

CÁMARA.

            Dos Conciertos del Mediodía del Mozarteum en el CCK nos trajeron música de cámara de primer orden: el del Mozart Chamber Ensemble en la Ballena Azul y el del Sexteto de cuerdas La Plata en la Sala Argentina. Dice la “biografía” en el programa de mano: “Con sede en Salzburgo, el Mozart Chamber Ensemble fue fundado por Wolfgang Redik, su actual Director Artístico. Basada en el cuarteto de cuerdas, esta agrupación flexible suma intérpretes adicionales de cuerdas, vientos y piano”. Menciona luego que estuvo en Argentina (no lo recuerdo) y que su repertorio llega a abarcar sinfonías clásicas, lo cual me extraña porque implica el formato de orquesta de cámara, no de grupo de cámara que suele tener como límite el noneto. Redik es austríaco y tuvo grandes mentores: Stern, Vegh, los cuartetos Lasalle y Guarneri. En 1988 fundó el Vienna Piano Trio y en 2014 el Mozart Chamber Ensemble (o sea que éste sólo tiene 4 años). Grabó 80 discos, es docente en la Universidad Mozarteum de Salzburgo y toca en un Guadagnini de 1772. Y bien, el cosmopolitismo domina en el Mozart Chamber Ensemble: décadas atrás uno imaginaba un grupo salzburgués como esencialmente austríaco. En esta ocasión vinieron como piano y cuerdas y fueron constituidos por Redik (que es líder y los eligió) en violín; Ekaterina Manafova, viola, nacida en Moscú; Sebestyén Ludmány, violoncelo, oriundo de Debrecen (Hungría); y Zlata Chochieva, piano, también rusa. Los tres se perfeccionaron en la Universidad Mozarteum. Los tres tuvieron importantes maestros y ganaron premios.

            Tocando juntos tuvieron impecable unidad, cumpliendo el máximo principio camarístico: dominar sus partes pero escucharse entre sí. Sin embargo hubo dos fuertes personalidades que dieron carácter a las obras, aunque los otros dos ejecutantes fueran  satisfactorios: como corresponde, Redik inculcó y en cierto sentido legó su inmensa experiencia a sus compañeros de tarea, y así la música tuvo el más puro estilo. Pero la gran sorpresa fue Chochieva, que simplemente es una soberbia pianista de cámara; y a no equivocarse: la dificultad técnica de la estupenda obra de fondo elegida en este caso es trascendental,  tanto como en un recital de piano  lo podría ser  la Tercera Sonata de ese mismo autor: el muy favorito Cuarteto Nº 1 para piano y cuerdas de Brahms, tantas veces escuchado en el Mozarteum por el memorable Cuarteto Beethoven. Y ahora tuvo una versión de calidad equivalente, con toda la intensidad y bravura técnica al rojo vivo en violín y piano, mientras la viola y violoncelo supieron integrarse muy bien aunque sin llegar a conmocionar en la misma medida.  

            Si Brahms concretó su radiante obra a los 28 años, Mahler concibió su única obra de cámara a sólo 16 años, asombrosamente buena aunque trunca: el Movimiento de cuarteto para piano y cuerdas en la meno. Hizo bien en dedicar su genio a la orquesta y al canto, donde sus obras son fundamentales en la historia, pero esta obra de estudiante denota talento, ideas y criterio para organizarlas. Una vez descubierta tardíamente se ha dado con frecuencia, incluso por el Cuarteto Beethoven, y fue un perfecto aperitivo para Brahms. Ya allí se perfiló el gran nivel del grupo, aunque fue el electrizante “Rondo alla zingarese” brahmsiano lo que uno se llevó en el oído, allí fijado durante horas.

 


 

 

            El siguiente concierto, del Sexteto de cuerdas La Plata, tuvo lugar en la Sala Argentina, para mi gusto de mejor acústica que la Ballena y por supuesto bastante más chico. Hubo poco público como consecuencia de una repetida lacra de la CABA: los piquetes y manifestaciones que hacen difíciles la circulación, sobre todo al mediodía. El Sexteto está integrado por músicos de la Orquesta del Teatro Argentino (solistas y suplentes de solistas) y dos de ellos descuellan: el concertino Nicolás Favero y el primer violoncelo Siro Bellisomi. Los otros ejecutantes son Marcos Favero, segundo violín; Verónica Almerares, segundo violoncelo; y en violas, Ricardo Bugallo y Diana Gasparini.

            Originalmente iban a tocar el Primer Sexteto de Brahms, a mi juicio la mayor obra maestra  que se haya escrito para esta textura, pero el programa cambió, quizá porque quedaba algo corto o por no poner Brahms en dos conciertos seguidos, de modo que escuchamos el Preludio de “Capriccio” de Richard Strauss (mal expresado en el programa, que sólo decía “Capriccio”; no, no escuchamos la ópera…) y “Souvenir de Florence” de Tchaikovsky. Siempre lamenté que una tan bella combinación como la del sexteto de cuerdas tenga tan poco repertorio; sólo cabe añadir el Segundo Sexteto de Brahms y “Noche transfigurada” (“Verklärte Nacht”) de Schönberg como obras esenciales; aunque hay unos cuantos más, ninguno trascendió como los nombrados. El Preludio de “Capriccio” es una total rareza: un sexteto de cuerdas teóricamente tocado detrás de escena mientras el compositor Flamand lo escucha “observando la reacción que pueda tener hacia la misma su patrona y mecenas, la Condesa Madeleine”. La pieza “hace gala de un lenguaje postromántico cargado de emoción” (Claudia Guzmán). Esta ópera escapista en plena guerra (es de 1942) tiene ambientación dieciochesca y es una conversación en música en la que Flamand y el poeta Olivier, ambos enamorados de Madeleine, intentan ganar su corazón. El preludio es una música fina, elegante, salvo un breve episodio turbulento; no intenta tener el significado a la vez melancólico y metafísico de las Metamorfosis para cuerdas que Strauss escribiera poco después. Curiosamente el sexteto fue primeramente cuarteto; suerte que el compositor lo convirtiera en sexteto, con la mayor densidad de diálogo que ello supone. Ahora se toca bastante seguido, es una perfecta pieza para iniciar un concierto. El grupo de La Plata la estudió bien pero captó su espíritu a medias; admito que no es nada simple lograrlo. En esta obra fue Verónica Almerares quien tocó como primer violoncelo (bien) y Bellisomi como segundo; y Bugallo, como figura en el programa, fue primera viola (bien).

            La primera vez que escuché “Souvenir de Florence” no fue como sexteto, sino en un arreglo (que no estoy seguro sea de Tchaikovsky) para orquesta de cuerdas (añadiendo contrabajos, generalmente doblando a los violoncelos una octava más abajo), y no sólo me gustó sino que me pareció muy lógico; luego observé que hay muchas grabaciones de esa versión. Pero luego conocí el original para sexteto y me admiró la muy hábil tarea de equilibrio entre las partes, ya que casi siempre los seis tienen algo que hacer, o llevando la voz cantante (ya que hay mucha melodía) o acompañando con diseños que dan variedad al total. Es que esta partitura, más allá de algunas redundancias, no sólo es inspirada y muy alegre, sino que está construida con profundo conocimiento de la armonía y el contrapunto. Seis veces estuvo  Tchaikovsky en Florencia y se sentía a sus anchas en esa ciudad, y tenía razón; cómo no estarlo. La obra es de 1890, de plena madurez, contemporánea de la ópera “Pique dame”, tan distinta por su fuerte dramatismo. Sus cuatro movimientos están muy trabajados en todo sentido, con gran vitalidad, sentido propulsivo, melodías atrapantes y armonías variadas. Vale la pena conocerla, como deberían acercarse los intérpretes no sólo a ese enorme Trío para pìano y cuerdas que se está escuchando con cierta asiduidad sino también a los tres cuartetos.  Fue en general muy bien tocada con solos muy expresivos de Nicolás Favero y de Bellisomi, tempi  elegidos con sano criterio, logrado ajuste: sólo indico como mejorable la calidad de sonido en las melodías largas de la violista Diana Gasparini, que pese a figurar como segunda viola intervino aquí como primera y cuyo muy marcado vibrato llegó a distorsionar su afinación y el empaste con los demás. Pero fue en general una versión digna de la obra y confirmó la capacidad profesional de los intérpretes.

Pablo Bardin

 

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