Función con el Primer Elenco (Gran Abono, 23/09/2015).
Prensa Teatro Colón/Máximo Parpagnoli
Que Schiller haya tardado cinco años en terminar la novela que le dio origen ya es un antecedente particular. Luego Verdi construyó una Grand opéra francesa, no poco impostada, sobre una adaptación de esa novela idealista, plagada de inexactitudes históricas, que ya tenía vicios de origen. Así que cada vez que uno se enfrenta a Don Carlo (sea la más frecuente en italiano o la hoy rara versión francesa que hizo el Teatro Argentino hace unos años), no resulta difícil entender por qué el compositor tuvo diecisiete años de disconformidad y revisiones sobre esta obra.
El Colón le confió la puesta en escena a Eugenio Zanetti, nuestro production designer (director de arte), director cinematográfico y teatral, régisseur, y también artista plástico, de quien parece que siempre hay que hacer mención que ganó un Oscar. Su apuesta fue clara y directa a la grandiosidad, algo que tiene probada efectividad con buena parte del público del Colón, y fue el más ovacionado de la noche.
Como el mismo Zanetti aclaró en varios medios, la puesta guardaría relación con el famoso tríptico de El Bosco bautizado El jardín de las delicias terrenales, que confiscado en la guerra de Flandes, llegó a España y fue comprado por Felipe II. El cuadro aparece en varias circunstancias: como proyección animada frontal sobre tul al principio, como retroproyecciones en distintos momentos, como tríptico material que ocupaba casi todo el escenario, etc. Más allá de la presencia visual de la pintura, lo único que se podía leer del mundo de El Bosco en la acción fue la visita a los sueños del rey en el Acto III de tres muñecos que eran figuras del cuadro, y que no hubieran desentonado mucho en un programa infantil, animados por los enanos que Zanetti hacía acompañar al rey en las apariciones públicas, correspondiendo en esto sí a un hecho histórico: la morbosa colección de personas “anormales” que los Austrias disfrutaban tener en palacio.
La escenografía era esencialmente barroca, algo que sólo puede verse en algunas partes de El Escorial, que no había en el desaparecido Alcázar de Madrid, y que poco coincide con el estilo herreriano que el mismo Felipe II impuso. Cuatro grandes columnas fijas y cuatro móviles montadas sobre el disco giratorio del escenario, con pátina dorada pero con sus bases carcomidas, sugerían la “decadencia” preanunciada con explicativos carteles proyectados al comienzo de la obra. Luego de esa advertencia, uno no dejaba de ver grandiosidad en los trajes, en las escenas de conjunto, en las esculturas, etc. Está bien, siendo benevolentes: todo sobre cimientos degradados, podría derrumbarse. Las botas y algunas colas de capas de los hombres también mostraban como un chorreado, que debiera entenderse como gesto de lo mismo.
Era bastante funcional el giro del disco donde estaba montada la escenografía, y permitía cambios rápidos que no alargaran la ya densa evolución dramática. Las columnas eran complementadas por elementos que bajaban, algunos de más clara simbología que otros. Pero todo remitía a interiores, y ni los jardines ni el auto da fe en la plaza eran fácilmente imaginables así. La puesta estaba más alineada con la estética Grand opéra que con la de Felipe II o la reclamada de El Bosco. El impacto de las imágenes, y tanta atención puesta en su elaboración, pareció dar poco lugar a un trabajo teatral y actoral que hiciera más llevadero el estatismo propio de la obra, que por el contrario, parecía acrecentado.
Los cantantes fueron buenos en general. El Filipo II de Alexander Vinogradov, de típica voz rusa cavernosa, muy potente, con toda la autoridad expresiva y canora que el personaje necesita, le dio muy creíble vida al rey. Fabián Veloz se ha convertido en un barítono verdiano difícil de superar, y su Rodrigo fue perfecto. Béatrice Uria Monzon fue una muy buena Éboli, interpretativa y vocalmente completa. En el intervalo se advirtió por altavoces que José Bros tenía algún problema de salud, pero que igual cantaría. Su Carlos estuvo razonablemente bien vocalmente, tal vez no muy atractivo en lo dramático. Era curioso en escena, porque por momentos parecía la versión no estilizada de Eugenio Zanetti, dado que de corte de barba y peinado tienen varias similitudes. La soprano georgiana Tamar Iveri fue una buena Elisabetta, pero no descollante. Alexei Tanovitski compuso un Gran Inquisidor creíble por physique du rôle, pero su voz mediana no tenía la autoridad ni la presencia para construir la temible importancia que tiene este rol.
La dirección musical de Ira Levin, con quien la Orquesta Estable tiene una larga relación, mostró una buena concertación en general, bastante precisa a pesar de lo extenso y agotador de la partitura, con momentos interesantes y logrados. En ciertas ocasiones Carlos, Elisabetta, y fundamentalmente el Gran Inquisidor eran arrollados por la densa orquestación de Verdi, y Levin hacía poco por tratar de que las voces quedaran más en primer plano, pero digamos que esto no empañaría el balance general.
En definitiva, se trató de un Don Carlo visualmente atractivo, con grandes y vistosas escenas de conjunto, bien cantado en general, y que considerando las dificultades de hacer esta ópera, debemos considerar una producción lograda.
Pablo A. Lucioni