Prohibido aplaudir: la etiqueta en la música clásica

Prohibido aplaudir en conciertos de música clásica

El mundo de la música clásica está lleno de acuerdos tácitos que parecen esconderse solo para conseguir el placer de sancionar al escuchante neófito. Dentro de estos rígidos protocolos, se erige una regla de oro, una etiqueta única y que va a contramano de todo campo artístico: no aplaudir. ¿De dónde viene esta regla? ¿Tiene sentido o es una directriz arbitraria?

 

Los conciertos de música clásica pueden ser deslumbrantes y desorientadores para un principiante: cazuelas, paraísos, precios exorbitantes, tapados de piel, toses, bises insólitos (con muñecos de torta entrando y saliendo del escenario). Nada es más desconcertante, sin embargo, que la “regla de oro”: nadie debe aplaudir antes del final de la sinfonía o concierto.

Un aplauso inoportuno de un recién llegado es todo lo que se necesita para atraer la ira de los ardientes tradicionalistas. Simplemente basta con juntar las manos repetidamente en medio de cualquier silencio para comprobar (paradójicamente) la avalancha sonora de “shhhs” y “¡silencio!”. ¿Será esta la razón de respuestas motrices involuntarias e interminables celebraciones finales impostadas?

 

Aplaudan a aplaudan, no dejen de aplaudir

Muy a pesar de los fanáticos de la indignación, esos que siempre están preparados para el escrutinio y la reprimenda inmediata, los aclamados “padres de la música clásica”, Wolfgang Amadeus Mozart y Ludwig van Beethoven, no esperaban silencio, sino con conversaciones y aplausos espontáneos durante las actuaciones. 

Durante una buena parte de la historia de la música, se esperaban estallidos de aplausos durante una pieza. Bach literalmente tocaba en cafeterías. Mozart estaba tan emocionado por los aplausos del público que salió a tomar un helado para celebrarlo. La ópera solía ser un lugar de cháchara, especialmente durante las transiciones instrumentales, Básicamente, los aplausos durante una pieza significaban que la audiencia realmente sentía la música. Y si no había aplausos, el compositor entraba en pánico. Es decir: ¡lo raro y repugnante era no aplaudir! 

Wolfgang Amadeus Mozart y Ludwig van Beethoven, no esperaban silencio, sino con conversaciones y aplausos espontáneos durante las actuaciones.


Still! Ieise!

¿Pero cómo es que ahora no podemos aplaudir? En el siglo XIX, debido a la creciente masificación de la música secular, algunos teatros empezaron a contratar “aplaudidores” o “claques profesionales” para brindar aplausos a artistas particulares. Pero esto recibió una reacción violenta de contemporáneos como Mahler y Mendelssohn, quienes especificaron que el aplauso no debe intentarse entre movimientos, sino que debe reservarse para el final. Sus deseos se convirtieron en el estándar aceptado durante el siglo XX, y se introdujo una “guía” aproximada: si el director está levantado, no se aplaude. Si está relajado, entonces está bien. Schumann tampoco se calló al respecto: “He soñado con organizar conciertos para sordos y mudos, para que aprendan de ellos a comportarse en los conciertos”.

Wagner es otro compositor notable que sentó un precedente para la audiencia, pero lo hizo por accidente. Era el año 1882 y Parsifal se preparaba para debutar en Bayreuth. Con el fin de preservar la solemnidad de la ópera, Richard le indicó a la audiencia que no habría telón. El público, confundido por esta extraña noticia, pensó que eso significaba que no debía haber aplausos en absoluto. Entonces, cuando al final de la ópera el compositor se encontró con el silencio, este tuvo que explicarle a la audiencia que era genial golpearse las manos. No obstante, la confusión continuó durante las primeras actuaciones: los miembros tomaron la costumbre de silenciar los primeros aplausos. Al final de la escena de Blumenmädchen, el propio Wagner trató de provocar los aplausos: «¡Bravo!» gritó, desde un lugar discreto en el teatro. Ya era demasiado tarde, el público calló a Wagner.

Para el musicólogo Alex Ross no es tan simple como culpar a algunos alemanes, sino que tiene una explicación…adivinen…sí, ¡de clase! ¿Clasismo en el mundo de la música académica? ¡Imposible!

Ross destaca que, en el siglo XX, la sala de conciertos se convirtió en una especie de iglesia, un espacio de silencio reverencial. Según Ross “…los miembros de las clases alta y media abrazaron la orquesta sinfónica como un bastión europeo en un mundo de comercio vulgar… La orquesta se convirtió en el orgullo de la clase alta y el principal beneficiario de su generosidad. Frente a una creciente cultura popular, la sala de conciertos se convirtió en un refugio, un valle lejos del mundanal ruido. La desaparición de los aplausos puede considerarse un indicador de esa evolución”. Ross continúa citando a Arthur Rubinstein, quien culpó del silencio en la sala de conciertos a «un complejo de inferioridad estadounidense”.

Incluso en la década de 1950, directores y críticos rechazaban esta nueva norma social silenciosa. Pierre Monteaux calificó la falta de aplausos entre movimientos como «moderación artificial». Rubinstein dijo que era «bárbaro» dictar cuándo uno debería y no debería aplaudir. Debemos tener en cuenta que las cosas son un poco diferentes en el mundo de la ópera. Si bien no se alienta que los asistentes al concierto se pongan ruidosos, seguimos aplaudiendo después de arias y coros de “buena calidad”. 

En el siglo XX Schumann no se calló al respecto: “He soñado con organizar conciertos para sordos y mudos, para que aprendan de ellos a comportarse en los conciertos”.


¿Bueno… entonces está mal aplaudir?

Un servidor diría que cualquier expresión que reprima el regocijo o la liberación de las sentimientos es absolutamente ridícula. Pero quizás no es ese es el punto, sino entender que hay un libro de prácticas y protocolos basados en valores occidentales decimonónicos anacrónicos y arbitrarios. De alguna manera, la perpetuación de estas reglas solo alimenta el goce punitivo, como una especie de rito de pasaje para el neófito o la persona ajena al ambiente, que es castigado por tomarse el atrevimiento de pertenecer a tan prestigioso y privilegiado espacio. 

Es necesario tanto un cambio de práctica como un cambio de actitud. El silencio y los aplausos deben tener un tiempo y un lugar más allá de las reglas tradicionales. Las actuaciones orquestales y corales atraen al público de diversas formas: una sinfonía carnavalesca proporciona una intensidad diferente a un concierto dramático. El primero recibe aplausos de entusiasmo después de cada movimiento, mientras que el segundo induce a su audiencia a un silencio atónito. Un resurgimiento de la espontaneidad de la era clásica, asistido por un programa o un asistente, reflejaría la atmósfera de los teatros de ópera y estadios. Recuperar los aplausos entre movimientos (en momentos adecuados, por supuesto) sería un paso adelante para acercar a más gente a un espacio cultural siempre hostil.

 

El musicólogo Alex Ross destaca que, en el siglo XX, la sala de conciertos se convirtió en una especie de iglesia, un espacio de silencio reverencial: los miembros de las clases alta y media abrazaron la orquesta sinfónica como un bastión europeo en un mundo de comercio vulgar… La orquesta se convirtió en el orgullo de la clase alta…”.

 

Por Iván Gordin para nuestra revista digital del mes de septiembre 2020.

 

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