Chango Spasiuk celebra treinta años de romance con el Chamamé
Por Natalia Cardillo. PH: Nacho Arnedo
Por fortuna, el sol se había encaprichado esa mañana en domar el frío invierno porteño, como lo hace todo el año bañando el eterno estío misionero. Toco el timbre, y del otro lado de la puerta, a lo lejos, suena un piano en calma; y no es un disco. Me quedo, inmóvil escuchando, a sabiendas de que estoy disfrutando de un regalo especial; de esos con los que la vida suele sorprender de tanto en tanto. Casi un minuto, y resuelve la melodía en sus notas finales. “Perdón. Llegué antes que termine la pieza”, dije al abrirse la puerta y ante la primera de las grandes sonrisas con las que me agasajó todo el tiempo el anfitrión; entre filas de acordeones de distintos colores, instrumentos de variada clase y mates con miel. El crujir del piso de madera y la bella gata gris sobre la tapa del piano de cola, casi completaban la escenografía. Pero había un detalle más. El Chango Spasiuk, ese ser luminoso como el sol que entraba en su reiterado capricho por el doble ventanal, vuelve de la cocina mate en mano, y yo abstraída ante una gran fotografía en blanco y negro, que reposaba sobre una mesita, al costado del piano. Aquel detalle, que lo explicaba todo; la pincelada que terminaba de dar el tono perfecto a ese espacio que exhalaba arte.
“Hay un Doctor en Filosofía en Mendoza que escribió un ensayo muy bello sobre mi composición “Tristeza”- comienza a tocar una versión en piano de “Tristeza” -. Escribió algo muy bello al respecto de este tema y cuando fui a Mendoza me regaló este cuadro con el retrato del maestro, porque sabe que admiro profundamente a Don Atahualpa Yupanqui”.
Bella foto. Se percibe como todo un Manifiesto. Chango, hablando de sensaciones, ¿qué sentiste la primera vez que te acercaste a un acordeón? Yo creo que la primera vez que cada uno se acerca a lo que será su instrumento es una vivencia única.
Pasa que hay que ponerse en el contexto. Cuando yo era niño en Misiones, la mayoría de los acontecimientos sociales estaban rodeados de música en vivo. Y esa música en vivo era tocada con el acordeón. Ibas a un cumpleaños o un casamiento, pero no en un salón o en un club; el casamiento era en el patio de la casa del almacenero de la esquina. La gente se reunía y en un rincón del patio siempre había un acordeón y una guitarra tocando. Y vos como niño pasabas corriendo por al lado del señor que estaba tocando y a medio metro veías el acordeón. Adonde fueras, veías y escuchabas la música en vivo. No había discjockey, ni luces, ni sistema de sonido, nada. Entonces mi relación con la música en vivo fue desde muy niño, y esa música en vivo era tocada con el acordeón. Fue algo natural. Yo estaba fascinado con ese instrumento, por más que en mi casa mi padre era carpintero pero tocaba el violín, entonces había violines. Pero el violín no me atraía de la manera que me atraía el acordeón. Brillante, con colores de nácar… Ese acordeón que está ahí – señala – fue mi primer acordeón. Volvió a mí hace quince años. Porque después lo vendí y compré otro. Y luego otro. Y así fui pasando de acordeones y recién a partir del año ochenta y nueve tengo un acordeón que no vendí más.
¿Tu primer modelo de acordeón o fue “tu primer acordeón”?
Sí. Ese fue mi primer acordeón. El que mi padre me regaló cuando yo tenía diez años.
¡Había entendido bien! Pero ¿Cómo volvió a vos? ¡Qué linda vuelta de la vida!
¡Sí! Unos amigos míos en Misiones, hace como veinte años atrás, después de un concierto, en un cumpleaños mío me dijeron “tenemos un regalo para vos”. Lo habían encontrado totalmente destruido, y agregaron “creemos que este fue tu primer acordeón”, y era.
¡Unos genios! Y lo reconociste de inmediato.
Sí. Lo reconocí enseguida, de hecho tenía todavía cintas pegadas por mí cuando era niño. Lo reconstruí, pero nunca toqué en vivo de nuevo con ese acordeón. Ahora sí, en el Ópera abriré el concierto con él – asegura entre risas–.
¿Con este tocaste en aquel Cosquín hace treinta años?
No. Cuando yo tenía diez u once años mi padre me regaló ese acordeón y habrá durado dos años y ya lo cambié.
Yendo por más.
Es que… los veías en colores… Era como ver un iPod hace veinte años atrás (risas). Brilla, tocás y suena. Tiene múltiples opciones. Y yo vivía fascinado con eso, que era de colores vivos y sonaba así. Quería tocar el acordeón e insistía. De los seis hermanos que somos, mi hermana tocaba piano sin que tengamos piano en casa; iba a estudiar afuera. En mi casa había violines y flauta melódica. Habían comprado una de esas y todos tocábamos un poquitito, pero yo insistía en que quería tocar acordeón, hasta que mi padre me compró ese que ves y ahí es cuando arrancó todo. Y la sensación es… es un instrumento que vibra en el cuerpo. Esa sensación es intransferible. No es un instrumento que lo escuchás con el oído nada más, si no que lo sentís en el cuerpo. Es muy físico. Casi todos los instrumentos se sienten, de una manera más sutil o no, sentís el “peso” del sonido en todo tu cuerpo pero el acordeón se siente muy fuerte, porque vibra aquí en este lugar…
En el plexo solar, el centro del pecho…
Claro, aquí sí. Entonces era una sensación muy bella para mí y…
Querías repetirla.
Totalmente. Como decía Atahualpa, me ayudaba a “encontrar la sombra que el corazón ansía”.
Hermosa frase. Sí. El primer instrumento siempre es el cuerpo, pero este está ahí, calando permanentemente.
Sí, así es y eso no ha cambiado en mí en los últimos cuarenta años. Cuarenta años de relación con el acordeón. Treinta años de una relación muy profesional con él.
Y te sigue pasando lo mismo.
Sí. Sí, sí. Por ahí no toco el acordeón todos los días como cuando era niño o adolescente. A veces pasan días enteros que no toco el acordeón, pero cuando llega la situación del concierto disfruto mucho de la música, de lo que pasa en el escenario; eso no se ha perdido.
No tenés armada una rutina de ensayo.
No. Hay acordeonistas que los veo que estudian y cuando los ves tocar te das cuenta que estudian. Yo no estoy en una etapa de músico concertista. No estudio el acordeón como el maestro Gintoli que todas las mañanas se levanta y está allí su violín fuera del estuche; se levanta y toca todo el día. O como cuando estamos de gira, me despierto y antes de ir a desayunar escucho como está tocando el violín en su cuarto. En mí, la rutina pasa más por otros aspectos que alimentan a mi música. Me levanto y toco el piano, investigo. Cuando tengo un ratito estoy dando vueltas alrededor de ideas. Y en algún momento sí me siento… Días, semanas de la previa de un concierto, sí me enfoco y comienzo a tocar más seguido el acordeón.
¿Quizá el hecho de que hace largo tiempo has encontrado tu propio sonido tenga algo que ver con eso?
Sí, pero no es tanto porque sienta que haya encontrado algo. Pasa porque no siento que sea un acordeonista que no puede fallar y que cada vez tenga que tocar más. No cargo con eso. Por ahí me equivoco todo el tiempo en vivo y no tengo problemas con eso. Hay un montón de gente que toca mucho y yo jamás podré tocar así. Y tampoco me preocupa tocar así. Lo que me interesa es la música; estar al servicio de la música. Y ella no es solamente lo que toco con el acordeón, sino que es toda esa combinación de elementos: la percusión, las cuerdas, las voces. Es lograr esas texturas. Y mi expresión está en esas múltiples combinaciones. No siento la presión de un concertista que debe demostrarles a todos por qué es quién es. A mí lo que me interesa es la música y compartirla. Obvio que hay épocas que me enfoco más y digo “me había olvidado de esto”; está bueno, pero no toco el acordeón todos los días.
Te conectás más con la inspiración.
Sí. Además cuando estás también detrás de todo, hay otras cuestiones de las cuales ocuparse. Generar espacios, alianzas, articular. Soy una persona que trata de estar con las antenas paradas y ver hacia dónde ir, qué nuevos proyectos desarrollar, de qué manera. Hay gente detrás. Está mi productor Daniel Gonzalez, pero soy una persona muy involucrada en el desarrollo de todo el proceso.
Y además del piano que vemos aquí, ¿tocás algún otro instrumento que te guste mucho? En vivo siempre sólo acordeón.
En “Pino Europeo”, el proyecto de música electrónica, toqué un poco el piano en las grabaciones y en el vivo, pero muy poquito. Mi instrumento es el acordeón y mi instrumento de composición es el piano.
Chango, en aquella ciudad de Apóstoles de tu niñez, ¿qué es lo que calmaba la ansiedad por saber, conocer? ¿Te intrigaba lo que había afuera, lo que podría suceder?
Sí, por supuesto me intrigaba pero no tenía idea de lo que podía suceder en el camino ni cómo, ni por donde era la cosa pero sí… sí… – agrega luego de segundos con su mirada colgada de un pensamiento, una vez más, poético, como tantos con los cuales uno se encuentra cuando conversa con el Chango Spasiuk entre mate y mate –. Me acuerdo que había puesto una frase de Béla Bartók en un disco mío llamado “Chamamé Crudo”, que sintetiza todo esa sensación de “lanzarse a lo desconocido desde lo que es conocido pero intolerable”. Yo estaba con una gran necesidad de caminar, salir, de aprender y no sabía ni por dónde, ni cómo, entonces la imagen siempre era el tren. El “Gran Capitán” que venía a Buenos Aires. Pero antes del tren a Buenos Aires, fue ir de Apóstoles a Posadas, a la universidad a estudiar Antropología un año. Estudiar piano en Posadas. O sea, apenas terminé la secundaria, ya siendo músico, me fui a Posadas a estudiar a la universidad y además de inscribirme en Humanidades, me inscribí en la Escuela Municipal de Música de Posadas y comencé a estudiar piano. Ambas cosas. Y allí se me abrió un mundo porque además de la carrera, en la universidad empecé a escuchar música que nunca había escuchado. Tenía compañeros que eran melómanos. Y yo hasta ese momento no conocía ni a Egberto Gismonti, ni Ástor Piazzolla, ni Rodolfo Mederos ni Dino Saluzzi ni Miles Davis. Ni Chick Corea, ni Hermeto Pascoal… Tenía compañeros que tenían todos esos vinilos y de golpe para mí fue un flash escuchar toda esa música. Había todo un mundo estético que hasta ese momento para mí era desconocido y significó un montón de nuevas impresiones y estímulos para ponerme en crisis, buscar, ponerme en movimiento; y es lo que hice los siguientes treinta años.
Y todo eso lo tomaste imagino como referente para componer también.
Los tomé como los otros referentes. Los que no eran de mi tradición. Yo vengo de la tradición de Mario Cocomarola, Blas Martinez Riera y Luis Ángel Monzón, Ernesto Montiel. Toda esa influencia está. Sin lugar a dudas. Y también están esos otros referentes. Pude ver como otras personas han desarrollado sus miradas estéticas. Ástor, por ejemplo. Uno no tiene por qué ser músico de Tango para sentir una conexión con Piazzolla. Él simboliza el compositor que nació en una tradición, y el cómo se buscó, y cómo desarrolló su mirada de esa tradición. Es una imagen arquetípica de un compositor popular, contemporáneo. Y ahí está la influencia de ver a los otros desarrollando mundos estéticos, belleza; y cómo, parados desde sus tradiciones, caminan y generan sus propios proyectos. Es una influencia no para imitar, si no para tomar de estímulo y ver así de qué manera puedo desarrollar yo mi propia tradición.
Bucear.
Sí. Y no porque la tradición haya que cambiarla, porque la palabra “desarrollo” no tiene que ver con un capricho de cambiar por cambiar, si no porque uno tiene la necesidad de una evolución del camino personal. Es la relación de uno con el proceso creativo. Necesitamos crear y así, buscar, inventar, romper para volver a construir. Es prueba y error constantemente. El proceso creativo aglutina muchos elementos. No hay que cambiar algo porque ese algo está mal. Así como está, está perfecto. Se trata de seguir creando.
¿Qué otras imágenes aparecen en este proceso, más allá de estos referentes?
En aquellas primeras épocas había empezado a leer “De lo espiritual en el arte” de Wassily Kandinsky y ahí él dice “la repetición mecánica de lo que otro ha creado es como un niño muerto antes de ver la luz”. El proceso creativo no es la repetición mecánica de otra cosa. Cuando yo tenía quince años quería tocar como Raúl Barboza y después te das cuenta que para tocar como Barboza hay que ser Raúl Barboza. Ahí chocás contra una pared. Te decís “no puedo tocar así”.
Es un hecho único, claro.
No soy él. Por más que lo imite todo lo que pueda, no puedo llegar a esa síntesis. Chocar con tus limitaciones es entonces deprimirte o darte cuenta que ahí tenés una puerta para encontrar una mejor versión de vos mismo. Y a esa versión de uno mismo, la gente la puede llenar de nombres: romper, desarrollar, vanguardia, etc. La pueden llamar como quieran, pero en realidad uno se está buscando, nada más.
Estuve escuchando entre otras composiciones tuyas “Alegría que hace llorar”, en la versión de “Pino Europeo”; que tiene mucho del sonido de Europa del Este, de donde en definitiva proviene tu familia, pero también tiene algo de Funk. “Distancia” se mezcla con Candombe…
“Pino Europeo” (Sony Music) es el último disco en el que yo trabajé, con Chancha Vía Circuito. Cuando se cumplieron veinte años de mi disco “Polcas de mi tierra”, quise hacer una reversión de todo ese disco. Para 2018 quería una versión electrónica de “Polcas…”. Veía como la música Electrónica coqueteaba con el Tango, con la música Andina y de otros lugares del mundo, y era un desafío estético para mí ver qué se podía hacer con esa música rural, campesina, de inmigrantes cosechadores de yerba mate, del interior de la provincia de Misiones. Tratar de ver cómo combinar ese mundo sonoro con herramientas del loop y de la Electrónica, de bases. ¿Por qué no intentarlo? Entonces al primero que llamé fue a Pedro Canale de Chancha Vía Circuito y le propuse hacer eso. En un principio yo dije “bueno, se pondrán estos loops, estas bases que se repiten y arriba de eso tocaré como siempre”; y me di cuenta que no era así. Creí que era más básico el proceso creativo en la música Electrónica. Me encontré con que no; con que es sumamente complejo. Fue una gran enseñanza para mí. Es realmente una disciplina compleja, y las canciones no funcionaban de esa manera. Había que fermentarlas y volver prácticamente a estructurar todo de nuevo para que funcione la fusión entre lo acústico y lo electrónico. Todo ese proceso es lo que se escucha en “Pino Europeo”. Al escuchar la “Alegría que hace llorar” suenan esas bases de Hip Hop.
El Rap también se fusiona allí.
Me dije a mí mismo “qué bueno sería que alguien esté rapeando acá sobre el campo, sobre algo que aparentemente no tiene glamour y nadie rapea”. La llamé a Miss Bolivia y le pregunté si se animaba a escribir algo sobre eso; se entusiasmó enseguida y terminó escribiendo lo que salió ahí, una Polca rural con base Hip Hop. Me pareció que unía un montón de elementos que parecieran no tener cohesión. Luego otras, como “Distancia”, requerían otro tipo de bases. “Pino…” suena a un montón de cosas pero si uno mira con una lupa por ejemplo, el “Schotis de las Tunas” suena como Candombe y de repente es un Schotis puro. La idea era armar loops que fueran en varias direcciones y llevar luego, al menos en algunos compases, a lo que esa canción era originalmente. Que fuera como mirar por un caleidoscopio. Me gusta esa imagen de la música que es como que no te deja agarrarla y te empuja a no pensar y solamente saborear. Sea “Pino Europeo” o sea cualquiera de mis proyectos musicales, la idea siempre es esto último. Saborear la música como un espacio donde uno debe tener la vivencia de ella, y no llenar ese espacio de palabras para explicarla.
¿En qué otro género te gustaría navegar?
Pareciera como que quiero navegar en otros géneros, pero en el fondo con el único que hago un juego serio es con mi propio género. Sí trato de correrme de mis lugares de confort y relacionarme con otras herramientas; sinfónicas, de Cámara. La Sinfónica es una de las que más me atrae. Hay un solo tema que Popi Spatocco arregló. Cuando se armó todo para la grabación en vivo para la presentación en el Teatro Colón, los arreglos fueron hechos para cuerdas, para orquesta de Cámara y más adelante Popi amplió el arreglo de “Tierra Colorada” e hizo un arreglo sinfónico. Me gustaría tener más de mi música arreglada para orquesta entera. Creo que es una de las cosas que aún tengo pendientes.
O sea que se puede venir un disco Sinfónico…
No sé si se puede venir (risas) pero es algo en lo cual no dejo de pensar. Me encantaría.
Hablando de discos futuros, ¿cuál es la idea de tu próximo disco? ¿Grabado con músicos noruegos, verdad?
Sí. Grabé un disco a mediados de este año. Este 2019, en que la celebración de mis treinta años con la música coincide con una gira europea que estoy haciendo con Raúl Barboza. Giramos mucho por Argentina y ahora estamos girando por algunos festivales europeos. Allí me junté con un guitarrista noruego llamado Per Einar Watle y se nos ocurrió hacer un disco los dos juntos. Esto es: cuatro músicos noruegos y dos músicos argentinos. En 2018, antes de arrancar la gira con Barboza fui a Noruega. En tres días ensayamos y en cuatro días grabamos el disco, que saldrá el próximo año en Argentina. Es un encuentro entre dos músicos de diferentes lugares del mundo, en donde él compone mirando al Sur y yo mirando al Norte y nos encontramos en el medio con una música muy bella. La mitad de las composiciones son de él, la otra mitad son mías. Hay dos percusionistas, un contrabajista que es Steiner Raknes que ha venido a tocar a Argentina varias veces haciendo Jazz, y se suman el acordeón, las guitarras y una cantante de folk noruego. Es muy bello porque por momentos canta folk noruego y en otros canta “El boyero” de Cocomarola en noruego.
Inaudito totalmente.
Total… Aprende por fonética algunas partes en español… Es muy bello el disco. Va en un montón de direcciones. No estaba en mis planes, pero hablando una vez por teléfono con Per Einar decidimos concretar esto que nace del amor de uno por la música del otro, mutuamente. El 30 de octubre vamos a presentar en Oslo esa música, en un festival llamado Oslo World Music. Y luego viene ya fin de año, y ese momento ya está muy cargado en la Argentina como para presentarle a la gente un disco nuevo. Pero sí, cuando arranque el 2020, pensamos compartirlo con el público. Aquí ahora será la celebración de estos treinta años con la música desde aquella consagración en Cosquín. En Noruega recién comienzan a conocerme.
Aquí, en el Ópera en septiembre es un “Gracias”.
Totalmente. Aquí quiero este año agradecer a la gente por tanta consideración, ser tan amable con mi trabajo, por haberme dejado experimentar en tantas direcciones con algo tan bello para mí. Me hace muy feliz hacer esta música y mucho más feliz aún compartirla. De eso se tratan estos conciertos del 21 y 28 de septiembre. En el Ópera y en el Teatro de la Fundación en Rosario, respectivamente. No será un concierto melancólico ni retrospectivo. Será un concierto muy parado sobre la música que estoy tocando ahora. La música que estoy tocando hoy día es el producto de estos treinta años.
Es quien sos hoy.
No soy un artista de los de: “tocaré este tema que sonó en la radio”.
Claramente no va a pasar por ahí.
No va a pasar por ahí. De hecho no tengo ningún tema que haya sonado en la radio (risas). En realidad mi mundo sonoro está compuesto de un montón de cosas, por suerte no sólo de una canción que uno diga “esto puede sonar en la radio”. Es una película entera en la que hay que entrar. Y justamente de eso se tratan estos conciertos.
¿Cómo está armado todo desde el ensamble para esos recitales?
El ensamble es Matías Martino en piano, Helen de Yoong en cello, Marcos Villalba en percusión, Pablo Farhat en violín, Marcelo Dellamea en guitarra, Diego Arolfo en guitarra y voz; pasará por ahí gran parte de mi música. Quiero pocos invitados, muy puntuales, para que el concierto no se abra tanto en “reversionar cosas”. Me gusta compartir con la gente las versiones que escucha en los discos.
¿Algún método para componer, Chango?
Hambre (risas). Hambre, hambre. Componer es partir de un punto en blanco y el oficio le da forma a eso.
Pero el disparador puede variar.
El piano es un elemento mucho más noble para arrancar que el acordeón. Uno se sienta acá – toca una nota en el piano y continúa en una improvisación que completa dos compases – y va a un montón de lugares desde ese punto de partida. Cuando más compongo es cuando giro. Hay menos distracción. Acá están las cuestiones domésticas, el colegio, el teléfono, los niños, millones de cosas. Entonces cuando viajo, por ejemplo, siempre busco ese tiempo muerto luego de una prueba de sonido, donde siempre hay un piano dando vueltas y…
Y ese tiempo no es más muerto.
Tal cual. Uno lo aprovecha. La verdad no tengo métodos. Suelen haber pequeñas ideas que recuerdo todo el tiempo y más adelante adquieren forma. Además el mundo no necesita mi música y eso para mí es absolutamente liberador. El mundo puede funcionar perfectamente sin mi música.
Pero claramente con tu música funciona mejor.
Pero no es falsa humildad eh… – se apura entre risas – El mundo necesita la música de Beethoven. No mi música.
Bueno, vos sabrás perdonarme pero (risas) depende… Seguramente en un momento te está escuchando alguien que necesita eso, justamente eso, en ese instante.
Sí, bueno, tal vez. Pero yo sí necesito de mi música. Ese es el punto. Yo como individuo, con mi música trato de comprender mi lugar en la existencia, mi lugar en la Creación. Trato de encontrar mi acción en el mundo a partir de mi música. Mi música es para mí la herramienta para buscar una estética determinada para preguntarme y reflexionar sobre ese lugar que ocupo. Esa reflexión la acciono a través de la música. Como dicen los Sufis “la Música puede ser como el chirrido de las puertas del paraíso; para el ignorante son puertas que se cierran, pero para el que anhela y el que busca pueden ser puertas que se abren”. Entonces lo que me hace componer es esa intención, esa necesidad. Pasa que pareciera en nuestra sociedad que hay determinadas preguntas que uno se puede hacer dependiendo en qué tradición nació. Pareciera que si naces en la tradición de una música folklórica como el Chamamé no hay preguntas existenciales. Se supone que es algo básico.
Eso es parte del prejuicio que ronda alrededor de este género.
Sí, y el prejuicio siempre está parado sobre la ignorancia y el desconocimiento, nada más.
Mencionabas a Beethoven recién. ¿Qué otro acercamiento con la música Clásica tuviste?
Amo el piano. Me gusta mucho escucharlo solo, al instrumento. Entonces disfruto mucho de escuchar Sonatas de Beethoven. Esa cosa apasionada, contrapuntística y dinámica que tiene me encanta. Me conmueve muchísimo. Es apasionado y por momentos de una profunda calma y de gran belleza en esa calma, y luego de eso vuelve el contraste. También me gusta mucho escuchar a Bach, Mozart, Tchaikovsky…
Hoy citabas también a Bartók.
Bartók y sus conciertos para dos pianos, sí, claro. Los conciertos de violín de Tchaikovsky. Me gusta Sol Gabetta tocando Elgar; lo apasionado y conmovedor de ese sonido del cello… Y la música de Ástor me fascina.
¿Y de hoy?
¡Schissi! Diego Schissi. ¡Qué compositor contemporáneo! ¡Por favor, señores! Los argentinos presten atención; tienen un genio ahí. Me gusta mucho la música de Dino Saluzzi también. Hay mucha gente, muy bella e inspiradora.
Y ¿a qué otras ramas del arte te lleva la música?
El que ama la belleza ama todo. A todas me lleva. La pintura, la literatura.
¿Algún libro que nos recomiendes?
Filosofía. Recomendaría que lean Sufismo. La belleza de ese conocimiento, y como es expresada esa belleza en la literatura es sublime, sumamente inspiradora.
Gracias por la recomendación y esta hermosa charla. Chango, para terminar: ¿qué le dirías a aquel niño de Apóstoles, de cuarenta años atrás que quería tocar el acordeón? ¿Qué le dirías hoy después de tanto recorrido?
(Silencio de largos segundos)
Lo que pasa es que uno a veces tiene una relación lineal con el tiempo. Entonces pareciera que ese niño está atrás. Pero emocionalmente ese niño no está atrás, ni está adelante. Está acá. Entonces uno no necesita mirar para atrás y visualizarlo. Está acá, con todo, con sus carencias también y sus miedos. Ahora, si tengo que hacer ese ejercicio, es celebrar que el miedo no fue tan poderoso como para no dar los pasos que había que dar. El miedo que nos limita, que no nos deja intentar, más allá de los resultados, en ese momento no tuvo tanta fuerza, la suficiente. Es celebrar que pudimos caminar. El miedo nos hace quedar quietos, creyendo que así estamos más seguros… y si tengo que mirar para atrás es eso.
Que el amor fue más fuerte que el miedo.
El amor expansivo. El amor de mis padres en sus gestos de soltarme a la vida y empujarme hacia ella y hacia el mundo, y permitirme que yo pueda vivir mi propia experiencia con toda su dinámica. Y eso es algo de lo que estoy muy agradecido a ellos… y a ese niño que se animó. Podría haberme quedado, y no está mal quedarse tampoco. Hay algunos que su camino está ahí y se quedan, en ese lugar; está en quedarse. Otros se mueven porque su necesidad es moverse. A mí me tocó moverme porque eso sentía. Pero no hay más virtud en moverse que en quedarse. A mí, creo que me tocó esto. No lo doy por sentado. Como decía antes, la música es un proceso creativo pero también un proceso de reflexionar, preguntarse, y lo sigo haciendo.