PANEO DE LAS PRINCIPALES ORQUESTAS DE LA CABA

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En semanas recientes, más allá de algunas circunstancias negativas, nuestras tres principales orquestas ofrecieron programaciones valiosas y con algunos intérpretes de mérito. La Sinfónica Nacional y las dos orquestas del Colón, la Filarmónica de Buenos Aires y la Estable,  tuvieron oportunidad de demostrar sus talentos.

 

LA ORQUESTA SINFÓNICA NACIONAL

 

           

Hace ya meses que no escribo sobre las orquestas de la CABA. Me referí en detalle a la Sinfónica en Marzo y a sus grandes problemas. Desde entonces lo importante es que en efecto hubo concursos y se cubrieron muchos cargos vacantes que se habían cubierto el año pasado con contratados que con frecuencia no eran pagados. Pero antes de ello, como consigné, hubo una gran versión de la Segunda de Mahler.

            Emmanuel Siffert, director suizo, durante varios años fue director principal de la Filarmónica acompañando al Ballet del Colón, pero luego lo desplazaron y en la actualidad tengo entendido que dirige la Sinfónica de San Juan. Es un director de sólidos medios y sabe programar, como lo demostró el 4 de Mayo con un programa que incluyó una primera audición y dos obras poco conocidas con solistas interesantes, y finalizó con esa obra maestra que es “Iberia” de Debussy. No conocía a la compositora presumiblemente argentina María Eugenia Luc, quien es la autora de una pieza curiosamente llamada “Hu” que duró 14 minutos; como de costumbre los programas que el CCexCorreo les permite a la Sinfónica no dicen una palabra sobre las obras; supongo que se escudarán en la charla previa que dan diversos críticos sobre el programa de ese día, pero ello no basta: no todos pueden estar a las 18 horas y quedarse para el concierto de las 20 hs. Lo único correcto es un programa de mano flexible y más extenso, con comentarios ilustrativos. La estética de Luc es una muy típica de nuestra época: más allá del enigma del título, busca crear climas a través de una orquestación variada donde prima el contraste rítmico y los colores sugestivos. Un trabajo de buena técnica e ideas atrayentes.

 

            Tengo un particular afecto por ese dilecto discípulo de Franck, Ernest Chausson, tan talentoso pero también tan inseguro, que dejó poca cantidad de partituras debido a que le costaba mucho ponerles punto final, aunque sin llegar a la autocrítica salvaje de Paul Dukas, que destruyó mucho más que lo que el mundo conocíó, pese a la calidad demostrada en “El aprendiz de brujo” y “La Peri”. Chausson es autor de la que probablemente es la mejor sinfonía de la escuela franckiana, posromántica pero muy estructural; también nos dejó el bello Poema para violín y orquesta, el poderoso Concierto para piano, violín y cuarteto, su recientemente revalorizada  ópera “Le Roi Arthus”, y el “Poema del amor y del mar” que escuchamos en esta ocasión. Es una creación  amplia, sobre un sugerente texto de su amigo Maurice Bouchor, y estuvo componiéndola nada menos que entre 1882 y 1892. Se integra con el poema “La Fleur des eaux” (“La flor de las aguas”), un Interludio muy melódico con influencia de Massenet y dos poemas unidos: “La mort de l´amour” (“La muerte del amor”) y “Le temps des lilas” (“El tiempo de las lilas”); este último retoma el tema del Interludio y en transcripción pianística formó parte de recitales. En parte porque tiene música muy fina y atrayente pero también porque es tan escasa la creación de ciclos de canciones francesas con orquesta (apenas se destacan “Les Nuits d´Été” de Berlioz y “Shéhérazade” de Ravel), ha sido grabada con grandes cantantes, generalmente mezzos: dos con Janet Baker, una con Kathleen Ferrier, Jessye Norman, y dos grabaciones que tengo: Gladys Swarthout con Monteux y De los Ángeles con Jacquillat. Pero además ya desde la época de los 78 rpm se grabó “Le temps des lilas” con artistas de principios de siglo como Nellie Melba, del entreguerras como Maggie Teyte y Rosa Ponselle o el barítono Charles Panzéra, y en la era del vinilo, Felicity Lott, Nan Merriman y Dietrich Fischer-Dieskau.  Sin embargo, en vivo la obra entera aquí en BA se ha dado raramente; sólo recuerdo una linda versión de Margarita Zimmermann hace ya décadas. La tesitura de la música puede adaptarse a sopranos de buen centro y grave, ya que no es extrema en sus exigencias, y ante todo pide musicalidad y comprensión del texto, que a mi juicio no es tan banal como otros lo consideran.  Marina Silva ha mostrado su talento en un rol dramático de mezzo como la Princesa Extranjera en la “Rusalka” de Dvorák. En Chausson se mostró menos cómoda, con un francés poco inteligible y algún momento en donde la orquesta la tapó, aunque en general transmitió la expresividad de la música. Claro está que la rotunda estupidez de quienes instalaron la Ballena sin proveer un equipo de pantalla y proyector de subtítulos fue esencial para que la gente en su gran mayoría no entendiera los textos y se limitara a dejarse llevar por la música. Y en dos años nadie fue capaz de suplir esa carencia, buen ejemplo de mala gestión. Siffert dirigió con solvencia.  Y enseguida sobrevino otra cuestión: un intervalo en el que no se prendieron las luces, el público quedó en penumbras; y no fue un caso aislado: ello ocurrió en conciertos posteriores. ¿Indiferencia, ahorro, tontería? Otro caso de mala gestión. Qué lástima ofrecer tanta cosa buena pero gestionar tan pobremente.

            No abundan los conciertos de trompeta a partir del siglo XIX y cuando los hay son cortos; evidentemente el desgaste físico es muy grande. Y ninguno es famoso. De cierto valor me parecen los de Hummel, Jolivet y Shchedrin. El del armenio Alexander Arutiunian fue escrito en 1950 a los 30 años y es típico del gusto soviético: en movimientos sin  solución de continuidad dura 16 minutos, es una alternancia de episodios virtuosísticos tonales de marcado ritmo y agresivo humorismo, con escasa sustancia, algún pasaje melódico más sereno y toques armenios que suenan a Khachaturian. Se deja escuchar y así de rápido se olvida, pero entretanto permitió a Fernando Ciancio asombrar con una ejecución admirable en su seguridad técnica y en la belleza y pureza de timbre. Siffert lo acompañó con buen ajuste. Y Ciancio se permitió un extra inesperado: una florida versión de ese “Over the rainbow” de Arlen que siempre asociaré con Judy Garland en “El mago de Oz”.

             Pero la mejor música y el mayor lucimiento de Siffert cerraron la sesión: la estupenda “Iberia” de Claude Debussy, Nº2 de sus “Imágenes”, que a su vez es la más extensa ya que tiene tres fragmentos disímiles, cada uno de ellos un ejemplo perfecto de impresionismo e imaginación orquestal sin límite: “Por las calles y los caminos”, brillante y variada; los sutiles, lentos “Perfumes de la noche” y “La mañana de un día festivo”, que llega gradualmente a un paroxismo similar al que logra Ravel en los últimos minutos de su “Rapsodia española”. Siffert mostró aquí un refinado control de los colores y los planos orquestales, un sentido rítmico   y una cohesión indudables, y la Sinfónica estuvo en un alto nivel, si bien con un margen mayor de calidad en las maderas que en los bronces, aunque hubo también notables solos de  Jonathan Bisulca en trompeta y muy buena disciplina. En Agosto Barenboim nos ofrecerá en la misma sala las “Imágenes” completas con la Orquesta de la Staatsoper de Berlín, y completará una velada imperdible con “La Consagración de la Primavera” de Stravinsky; podría ser el mejor concierto del año, pero mientras tanto nuestra Sinfónica nos dio un Debussy de primera en el año de su centenario.

            Una semana más tarde un joven francés acometió un programa desafiante; si bien yo no lo ví, su biografía en el programa dice que Sylvain Gasançon dirigió la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. También se informa allí que nació en Metz, estudió con Gianluigi Gelmetti, Jorma Panula y Pinchas Zukerman, ganó premios, se graduó en el Conservatorio de París y dirigió unas treinta orquestas, incluso varias sudamericanas como la del Estado de Sao Paulo, aunque ninguna de las de gran nombre europeo. De baja estatura, delgado, de rostro serio y alargado y gestos angulosos, Gasançon no tiene carisma, y el hecho de acompañar durante la primera parte a una violinista que me resultó poco satisfactoria hizo que debí esperar a la Segunda Parte para apreciar los valores del director. La canadiense Lara St.John (¿debut aquí?) tiene una amplia carrera mundial y adquirió cierta fama estrenando y grabando según la biografía del programa el Concierto “El violín rojo” de John Corigliano. Y fue justamente  con una obra identificada no como el concierto sino como la Chacona para violín y orquesta de la música de la película “El violín rojo”  que se inició esta noche en la Ballena. En realidad la grabación famosa es la de Joshua Bell con Salonen, que data de 1996, ya que él fue quien tocó toda la parte de violín solo de la música de cine de Corigliano, que ganó varios premios; posteriormente el compositor convirtió la música primeramente en el Concierto y luego en la Chacona. El film es la historia ficticia y tremebunda de lo que le pasa a los que poseen este violín rojo que es un Stradivarius cuyo color proviene de sangre humana (en la realidad hay varios violines rojos de Stradivarius y la sangre nada tiene que ver con su color). Ello explica porqué la música de la Chacona es tan violenta y al menos en esta versión me resultó una mala experiencia; cuando ví la película la música estaba integrada a la acción y seguramente Corigliano la reelaboró; la Chacona es bastante diferente, ya que su forma misma requiere de una organización especial. Pero probablemente también sea consecuencia de una interpretación desagradable, con sonido áspero y gestos aparatosos. Me quedé con las ganas de comparar con Bell, pero no tengo la grabación. Y no sé si la obra se escuchó antes aquí.  Lamentablemente a St John se le ocurrió agregar “Tzigane” de Ravel, una obra de diabólica dificultad que el concertino de la orquesta Xavier Inchausti había tocado magistralmente apenas unos días antes con la Filarmónica de Mendoza en el Colón; él aplaudió cortésmente pero ella tocó de modo muy desparejo, con buenos pasajes y otros harto dudosos.

            Pero la Segunda Parte salvó el concierto. Si bien figuraba en el programa “El mandarin maravilloso”, ballet pantomima en un acto de Béla Bartók, tengo la impresión sin partitura que se tocó la Suite, por la duración  menor que veinte minutos; el ballet no es largo pero se acerca a la media hora. Se recordará que el ballet con coreografía de Araiz fue censurado en el Colón en la época de Onganía por su tema considerado pornográfico: el mandarín es maravilloso porque sigue haciendo el amor aunque lo ataquen repetidamente con armas blancas. Pero la música es de una fuerza e impulso del mejor Bartók, con los momentos de mayor turbulencia contrastando con otros de clima misterioso en un despliegue de imaginación fascinante. Y es aquí donde gradualmente Gasançon fue liberando sus gestos, antes semafóricos, y empezó a dar color y variedad a una orquesta que respondió cada vez mejor, hasta lograr una buena versión (si olvido algunas soberbias como las de Mehta).

            Pero lo mejor y más intrigante vino al final: según reza el programa, “Caterina Izmailova”, suite op.29/114ª, de Shostakovich. Como suite, probable 1ª audición en BA. Me extraña lo de op.29, ya que correspondería a la versión original de la ópera, o sea “Lady Macbeth del Distrito de Mtsensk”. Como se recordará, Stalin se enojó terriblemente por la supuesta inmoralidad de la ópera y la vetó;  Shostakovich cayó en desgracia y hasta tuvo su vida en peligro; el éxito pocos años después de la Quinta sinfonía lo reivindicó. Pero sólo suavizando varios aspectos pudo lograr que la revisión como “Katerina Izmailova” fuese aceptada y así pudo reestrenarse en 1963…después de la muerte de Stalin. Creo que debería decir Suite de “Katerina Izmailova” (con K) op. 114ª, sin op. 29. Sea como fuere, hay grabación de esta suite por Neeme Järvi. Y recordemos que “Katerina Izmailova” se estrenó en el Colón pero en italiano en 1968, y “Lady Macbeth del Distrito de Mtsensk” a su vez se estrenó en ruso y con la dirección de Rostropovich en 2001.  El programa no lo aclaraba (hubiera debido aclararse) que la suite consta de cuatro fragmentos; sin tener el CD sólo puedo decir que los tempi aproximados fueron Allegretto, Presto, Andante y Presto, y que son del Shostakovich más característico, aunque yo prefiera las versiones más incisivas de la ópera original (ya que se trata de intermedios entre escenas). Puedo equivocarme y quizá presentaron un popurrí de las dos óperas, pero a mí me sonó menos irónico y trágico que el original. De todos modos, muy estimulante escucharla, y aquí Gasançon y la orquesta alcanzaron un encomiable nivel. Sí, este director tiene buenas cualidades aunque tardaron en exteriorizarse.

            Con posterioridad a este concierto, y si se cumplió con el plan anual (espero que sí) hubo durante una semana concursos complementarios; pero estaba prevista la variante de algún (o algunos) concierto(s) en el conurbano o en la Provincia de Buenos Aires. Para el 25 de mayo se programó una velada patria en la Ballena, en donde tras el Himno se escucharían dos tangos de Nisinman y uno de Piazzolla, y se completaría con algo muy interesante y valioso: la cantata “Martín Fierro” de Juan José Castro, obra argentina importante y muy bien grabada con Luis Gaeta como Fierro,  raramente ejecutada.  Y el director sería Mariano Chiacchiarini, tan vapuleado el año pasado por el Ministerio de Cultura cuando se cancelaron tanto la gira internacional a China y Corea del Sur como la argentina. Y hete aquí que el Ministerio vuelve a hacer de las suyas: ante reiterados no pagos de las partes orquestales abarcando partituras ofrecidas en varios años (si bien algunas sí se pagaron), Melos (antes Ricordi), decidió no entregar los materiales orquestales de la cantata. Y hubo que reemplazarla con algo disponible por ser dominio público pero no argentino: el Te Deum de Bruckner. El episodio me recordó lo del año pasado: tras obtener el Ministerio que la Sinfónica y el Coro Polifónico Nacional tengan una fecha en el Colón tras 14 años de ausencia, se las arreglaron para que el material de “Alejandro Nevsky” de Prokofiev no llegue a tiempo (pobre “Nevsky”, ya lo habían cancelado en el Argentino de La Plata porque el coro no quería cantar si no le pagaban un plus…), y así renunció Logioia y lo reemplazó Domínguez Xodo haciendo la “Patética” de Tchaikovsky en su lugar; fue la Sinfónica pero no el Polifónico… Nuevamente Chiacchiarini pasó por un mal rato que no merece. Y yo reaccioné con bronca criolla: no fui.

            Y así llegamos al 8 de junio y a la grata sorpresa de un programa Mendelssohn con Massimo Quarta como director y violinista (debut). Si bien lo elegido fue trillado, escuchamos tres de las indiscutidas obras maestras del compositor; en materia sinfónica sólo faltó la Obertura de ·”El Sueño de una Noche de Verano”. Confieso mi ignorancia con respecto a la notable carrera de Quarta, artista ya maduro. Mi catálogo 2000 de CDs informa que ya para entonces tenía grabados tres (uno como ganador de premios, otro con música de Paganini y un tercero con cámara de Sibelius); seguramente ahora son muchos más. Discípulo en el Conservatorio Schipa de Lecce (la magnífica ciudad en el taco de la bota italiana) y en Santa Cecilia de Roma, perfeccionado con Accardo y Ricci, ganó concursos entre 1986 y 1991  y tocó en las mejores salas europeas. Luego añadió la dirección de orquesta y como tal actuó en prestigiosos lugares y con orquestas varias, incluso dos de primer orden, como la Filarmónica de Viena y la Royal Philharmonic. Actualmente es Director Musical de la Filarmónica de la UNAM de México DF.

            Esa Obertura de doble nombre, “Las Hébridas” o “La gruta de Fingal” (en mi partitura, “Fingals-Höhle”) es una de las dos grandes obras sugeridas por esa agreste y bella zona; la otra, por supuesto, es la Sinfonía Nº3, “Escocesa”. Sentado en el extremo derecho de la fila Nº8, comprobé que tanto la visión como la acústica son buenas desde ese lugar. Ya de entrada me quedó claro que Quarta es un director muy solvente a la vez que moderno en estos sentidos: tempi más bien rápidos pero coherentes, cuidado de la dinámica, sobriedad compatible con la expresión, rubatos suficientes (nunca exagerados), equilibrio de planos. La obertura fue a la vez intensa y clara, aunque los bronces se destacaron algo más que lo necesario (pero, lo sabemos, la acústica tiene tendencia estridente).

            Y luego, ese Concierto para violín y orquesta que a mi juicio es el mejor del Romanticismo tanto por su sostenida belleza y solidez estructural como por su continuidad: todos los movimientos están unidos, incluso esos pocos compases que ligan el lento con el rápido final y tienen carácter propio. Y fue aquí donde Quarta demostró ser un artista de gran categoría en plena madurez; con singular aplomo (fruto sin duda de un ensayo muy logrado y concentración de los músicos), el solista y la orquesta dieron una imagen totalmente integrada y sin fisuras de la obra. Con absoluto dominio de su parte, Quarta hizo escuchar la partitura con un timbre siempre claro y poderoso  y una técnica de admirable articulación ya que cada nota se escuchó límpida, ya sea en las amplias melodías o en los pasajes de virtuosismo. Pocas veces pude apreciar este Concierto ejecutado con tanta fluidez por solista y orquesta. Y luego, una asombrosa yapa: nada menos que ese Capricho Nº24 de Paganini (un tema con variaciones) que fue luego utilizado por otros compositores como base para sus obras, incluso esa extraordinaria Rapsodia de Rachmaninov. Una ejecución similar a la del Ricci de la gran época (su disco es memorable) y un desafío en el que demostró estar a la altura de lo requerido.

            Y luego, la mejor Sinfonía mendelssohniana (pese a los grandes méritos de la “Escocesa”), la Nº4, “Italiana”. Quizá por ser él mismo italiano, Quarta estuvo completamente en el espíritu de esta obra genial, símbolo de ese amor por lo italiano de tantos creadores alemanes (Strauss, Henze, etc.), pero también ejemplo extraordinario de inspiración constante en los cuatro movimientos, tanto en esa marcha de peregrinos del Segundo como en el brillantísimo Saltarello final, tan sureño, y llevado por Quarta en un Presto inexorable y controlado. La orquesta respondió con gran seguridad por parte de todos los sectores; me admiró el control de las cascadas de semicorcheas por las cuerdas, tocadas con una seguridad que habla bien no sólo de los miembros de larga data sino también de los interinos (resultado de los concursos recientes). En suma, un concierto exitoso y que me dio gran placer; me confirmó que un “todo Mendelssohn” es disfrutable al máximo con los intérpretes adecuados.

 

ORQUESTA FILARMÓNICA DE BUENOS AIRES.

 

            El cuarto concierto de abono fue dirigido por Diemecke y tuvo la participación del violinista ruso Ilya Gringolts. La muy acotada “biografía” en el programa (apenas 13 líneas) ni da su edad; aparenta unos 40 a 45 años. Se formó en San Petersburgo y en la Juilliard con Perlman, y en 1998 ganó el Premio Paganini, muy joven. Toca un Guarneri del Gesù (1743). No se aclara si debutaba aquí (lo ignoro). Eligió el Concierto de Schumann, obra tardía (1853) como lo es el de violoncelo y lamentablemente de su etapa menos positiva. Ninguno de los dos se compara con el justamente famoso de piano.  Por algo permaneció inédito durante casi un siglo. Joseph Joachim no lo apreció y a nadie se le ocurrió rescatarlo hasta que en 1937 la editorial Schott envió el manuscrito a Yehudi Menuhin, que con juvenil entusiasmo lo consideró una obra maestra y quiso estrenarla, pero (según palabras de Diego Fischerman) “el Estado alemán opinó que el concierto debía ser dado a conocer por un alemán”. El 26 de Noviembre de 1837 lo estrenó Georg Kulenkampff con la Filarmónica de Berlín dirigida por Schmidt-Isserstedt (y el mismo violinista lo grabó). Pocos días después lo tocó Menuhin en el Carnegie Hall pero con piano (Ferguson Webster) y dos semanas más tarde con la Sinfónica de Saint Louis dirigida por Golschmann.

            Es lógico que tratándose de un compositor esencial del Romanticismo se haya querido conocerlo, pero la realidad es que esos años finales fueron de continua declinación; en su caso esa mente deteriorada que lo llevó a tratar de suicidarse y luego terminar en un manicomio y morir a sólo 46 años se manifestó no por extravagancias sino por una música cada vez más repetitiva y aburrida, de coloración gris. Si nunca fue un gran orquestador aquí todo es bloque sin solos, y los diálogos con el violinista son escasos y parcos. Sin embargo el Concierto tiene o tuvo sus adalides, como Alberto Lysy, que lo estrenó aquí en 1965 (no en vano su mentor era Menuhin) y lo defendió con gran intensidad, valorizándolo. Grabaciones: Menuhin y Kulenkampff en la preguerra, y más recientemente, Joshua Bell, Kremer, Igor Oistrakh.  La ejecución de Gringolts fue cuidadosa y correcta pero carente del impulso que la obra necesita para disimular sus fallas. Sin embargo ofreció fuera de programa una pieza difícil de arco quebrado a toda velocidad, bien tocada (no pude ubicarla).  Diemecke poco pudo hacer con un material tan limitado.

            Pero después del intervalo el director estuvo a sus anchas en la Cuarta sinfonía de Mahler, sin duda la más alegre del autor y muy atrayente. Aquí ya es bien conocida y ha tenido muchas versiones convincentes; ésta también lo fue. Previamente antes de su habitual cháchara saludó al flautista Luis Rocco, que se despide de la orquesta, y aclaró que ahora los palcos de viudas son utilizados por alumnos del ISA para asistir a los conciertos de la Filarmónica.  Explicó que en el segundo movimiento se utilizan dos violines, ya que también se usa uno “scordato” un semitono más alto (siempre Mahler innovando). La versión fue algo más lenta que lo acostumbrado, Diemecke paladeando ciertos rubatos y silencios, pero tocada con calidad y hábiles solos, como los del concertino Pablo Saraví. Y para ese delicioso fragmento final con texto de “Des Knaben Wunderhorn” se contó con una de nuestras cantantes más finas, Laura Rizzo, que mantiene tras varias décadas su grato timbre lírico y su musicalidad;  nos contó las delicias del Paraíso en la visión ingenua de un poema popular que tiene una visión gastronómica de los placeres celestiales.

            El 18 de mayo era un viernes y la Filarmónica se trasladó a la Ballena Azul en un programa diseñado por Diemecke que me pareció brillante: la Tercera sinfonía de Saint-Saëns tuvo por fin el poderoso órgano solista que requiere y que sólo esa sala puede proveer en la CABA. Fue un concierto fuera de abono, y el director supo encontrar el complemento previo ideal: “Vitrales de iglesia” (“Vetrate di chiesa”), de Ottorino Respighi, ya que también incluye órgano. La obra se escucha raramente, y aunque no llega a estar tan lograda como los tres poemas sinfónicos dedicados a Roma, bien vale la pena conocerla. Tengo desde hace décadas un admirable álbum Respighi de Ormandy y la Filadelfia que la incluye, pero otra cosa es la posibilidad de escucharla en vivo. La partitura, escrita en 1927, dura unos 27 minutos y se integra con cuatro episodios denominados “impresiones” por el autor: “La huida a Egipto”, colorida y variada, con esos toques de genial orquestador que distinguen al compositor;  “San Miguel Arcángel”, turbulento e intenso, es un retrato del santo: “con su flamígera espada en mano guía a los ángeles del Cielo”; “Los maitines de Santa Clara” es un remanso sereno sobre la leyenda de la Santa “transportada milagrosamente a una pequeña iglesia para tomar parte en un oficio religioso”; y “San Gregorio el Grande” “es retratado en gloria papal, bendiciendo a una multitud de fieles en los servicios ceremoniales”.  Si bien ya el órgano intervino en varios momentos anteriores, es en este final donde se despliega con todo su enorme volumen acompañando a los bronces y la percusión en un climax fortissimo de los marcados así: fffff. Diemecke ya demostró su afinidad con Respighi al interpretar los tres poemas romanos, y aquí logró una gran versión: no es obra para directores reservados o tímidos sino para los expansivos.  Y la orquesta estuvo notable en todo momento en música que sin duda les es nueva. Ya aquí la intervención del organista Matías Hernán Sagreras fue  muy satisfactoria; discípulo de Luis Caparra, fue organista de la Basílica San Nicolás de Bari y de la Basílica de María Auxiliadora y San Carlos, y ahora lo es de la Basílica del Santísimo Sacramento. Hombre ya maduro, es sólido y seguro en su pulsación y hábil en el manejo de los registros del gigantesco órgano Kleis.

            En cuanto a Saint-Saëns, sería lindo que alguna vez se escuche en vivo alguna de sus otras cuatro (dos numeradas y dos no numeradas), todas muy gratas pero más convencionales. En cambio la Tercera es profundamente distinta, con una orquestación variadísima, melodías atrayentes, ritmos y climaxes poderosos, en dos grandes movimientos cada uno con tempi contrastantes, y con un uso del órgano que en varios pasajes es muy sutil y pianissimo, pero que en los tramos finales es una fuerza de la naturaleza. No hay grabación que pueda dar lo que se escuchó en la Ballena. Y además se añade el piano a cuatro manos (Ayub y Rutkauskas) a la orquestación de por sí magnífica. Y nuevamente excelente el trabajo de Sagreras. Gran trabajo de Diemecke y la Filarmónica en un concierto para recordar.

            Otra buena idea con respecto a la Filarmónica es el ciclo de “Mi primera Sinfonía” que se está presentando en la Usina del Arte. Claro está que lo interesante es que se trate de primeras sinfonías ya sea poco tocadas o en estreno. Y bien, Sebastiano de Filippi programó la Primera Sinfonía, “Las campanas de Zlonice”, de Dvorák, que había estrenado Diemecke cuando hizo la integral de las sinfonías años atrás (también estrenó la Segunda y la Cuarta) y me hubiera gustado poder asistir; lamentablemente un problema familiar me lo impidió; era el 20 de Abril. Pero pude leer el excelente análisis de la obra que hizo De Filippis y fue incluido en el Foro de Ayache. No me interesó el siguiente concierto, el 11 de mayo, dirigido por Diego Naser, ya que se trataba de la Primera sinfonía de Beethoven. Pero sí el siguiente, en el que la directora chilena Alejandra Urrutia estrenó la Primera Sinfonía de Carl Nielsen; esto fue el 24 de Mayo.

            Lástima que la primera obra cambió; iba a ser el Concierto para violín de Sibelius y fue reemplazado por el de Tchaikovsky. Y así por segunda vez se elimina el Concierto de Sibelius, ya que lo iba a interpretar Inchausti con la Filarmónica de Mendoza, y como consigné en otro artículo, lo cambiaron por la “Tzigane” de Ravel. Espero que estos cambios no se produzcan porque todavía Sibelius está amparado por su fecha de fallecimiento (cae en dominio público 70 años después de ese evento). Tchaikovsky fue ejecutado por Humberto Ridolfi, violinista de fila de los segundos violines de la Filarmónica; mendocino, discípulo de Bajour y Lysy, y entre 1986 y 1990 en Estados Unidos estudió con Jaime Laredo y Josef Gingold en St Louis y Bloomington. Entre 1995 y 2000 desarrolló una carrera tanguera en varias ciudades del mundo, y a partir de 2001 retornó a Buenos Aires con actividad en la Filarmónica y en música de cámara. El mero hecho de tocar con razonable seguridad el Concierto de Tchaikovsky es toda una proeza y Ridolfi lo consiguió; que haya habido algunas desprolijidades no afectan una buena lectura y un conocimiento seguro de la obra. Bien aplaudido por público y colegas, su yapa fue del otro lado de su actividad: un “Adiós Nonino” Piazzollesco de buen estilo.

            En cuanto a Alejandra Urrutia Borlando, nació en Concepción, Chile, aparenta unos 35 años, su figura es menuda y de ágil movimiento, se vistió sobriamente; ya tiene un considerable currículum. Se formó con Robert Spano (un maestro que debería retornar aquí, donde ofreció una notable Sinfonía “Leningrado” de Shostakovich)  y Hugh Wolff en la Academia Americana de Dirección en Aspen, Colorado; luego tomó cursos con Marin Alsop y Hans Graf, entre otros; fue Directora y violinista en la universidad de Michigan. Ha dirigido buen número de orquestas en Europa, Norteamérica y Latinoamérica, fue Directora titular durante tres años de la Sinfónica Provincial de Santa Fe y ahora es titular de la Orquesta de Cámara de Chile. Por primera vez dirigió a la Filarmónica en esta ocasión.

            A juzgar por su dirección en Tchaikovsky y en Nielsen, es impulsiva y estudiosa (dirigió Nielsen de memoria); le falta algo que mujeres como Alsop o Mälkki tienen: equilibrio. Tiende a un sonido explosivo, no meramente forte, y a un manejo del tempo algo arbitrario, con súbitos apuros. Sin embargo, comunica, y es bueno que se apasione, pero la clave es dar intensidad con control, y eso todavía no lo logra. El hecho de animarse con un estreno tan importante como el de la Primera de Nielsen habla de su ambición musical; sólo debe canalizarla para que el resultado sea del todo satisfactorio. Hizo una breve presentación de la sinfonía.

            Y ahora vamos a Carl Nielsen (1865-1931) gradualmente reconocido en su país (Dinamarca) como su sinfonista más importante y mucho más tarde en el mundo como el único creador sinfónico de gran nivel en la zona báltica después del indiscutible Jan Sibelius (Finlandia). Fue mi  amigo Julio Palacio quien me lo hizo descubrir con las sinfonías Tercera y Cuarta, y luego compré la primera grabación integral de sus seis sinfonías por Ole Schmidt y la Sinfónica de Londres, con un inapreciable vinilo agregado que contiene los análisis de cada sinfonía por quien fue el más destacado especialista en este compositor, Robert Simpson (él también sinfonista). Y allí me quedó claro que Nielsen tuvo una visión personalísima de cómo crear una sinfonía ya desde su Primera, que data de 1892, cuando tenía 27 años. La Segunda, “Los Cuatro Temperamentos”, es de 1902 (37 años); la Tercera, “Espansiva”, de 1911 (46 años); la Cuarta, “Lo inextinguible”, de 1916 (51 años); la Quinta, de 1922 (57 años); y la Sexta, de 1925 (60 años).  Todas sus sinfonías tienen cuatro movimientos y duran entre 32 y 39 minutos, sólo la Tercera incluye un movimiento con voces (soprano y barítono).  En todas hay muy fuertes contrastes, un poderoso sentido de la forma, un  color orquestal que es sólo suyo, y cada vez más marcadamente, una lucha entre tonalidades.

            Y esa lucha ya está en evidencia en la Primera sinfonía, así como el sentido melódico, la energía evolucionaria, la disonancia expresiva, el impacto de acordes fortissimo, la organicidad. Dos tonalidades principales están en pugna: sol menor y Do mayor. En el primer movimiento, denominado nada menos que “Allegro orgoglioso”, gana sol menor. En el melódico Andante domina Sol mayor, su relativo. En el simpático “Allegro comodo”, aparecen otras tonalidades además del Do: Mi bemol, mi menor. Y en el “Allegro con fuoco” final, Do domina a sol menor; aparecen también Si mayor y Re bemol, pero en la brillante coda triunfa Do mayor.  Música avanzada para 1892.

            Cuando en 1954 Erik Tuxen estrenó la Quinta de Nielsen con la Orquesta de LRA, fue toda una sorpresa y un acontecimiento, pero el estreno de las otras sólo sucedió después de 1970: Tercera, Cuarta, Segunda, y ahora la Primera. Y quedó colgado el estreno de la Sexta con la Filarmónica hace ya unos cuantos años, cuando un evento imprevisto le quitó ensayos y Logioia decidió que no había garantías para estrenar una obra ardua y de toques muy originales, hasta excéntricos en el humorístico segundo movimiento. Urge reprogramarla y así completar las seis.

 

ORQUESTA ESTABLE DEL COLÓN

            La Estable da pocos conciertos, pese a que, puesto que se niega a acompañar ballets, sólo tiene la temporada operística bastante parca a su cargo. Este año hasta ahora apenas ofreció el Stabat Mater de Rossini en el Colón y la integral de las sinfonías numeradas de Schumann, que son nada más que cuatro, en la Usina del Arte. Y  quedan dos conciertos con la Novena de Beethoven en Diciembre en la Usina, y uno de música inglesa próximamente en la Ballena. Nada más.

            Nicolás Rauss tuvo a su cargo las sinfonías Nos. 1 y 3, y Rodolfo Saglimbeni, las Nos. 2 y 4. Pude asistir sólo a la sesión dirigida por Rauss, que conocí cuando trajo a la Sinfónica de Rosario (de la que era titular) y dirigió una notable versión de la Sinfonía de Chausson en la Facultad de Derecho. Nacido en Suiza, es ahora Director Artístico de la Orquesta Clásica de la Universidad de Chile, y antes también dirigió la Filarmónica de Mendoza, y de 2006 a 2008, la Sinfónica del SODRE. Formado por Michel Corboz, Rauss alterna Europa con Sudamérica y recientemente dirigió la Octava de Bruckner en el Gasteig de Munich. También ha dirigido repertorio operístico.

            De acuerdo a la manera de ser de Schumann, que componía según la etapa de su vida para distintas texturas (piano, cámara vocal, cámara instrumental), sus años sinfónicos van de 1841 a 1850. La Primera, bien llamada “Primavera”, data de 1841, y es su sinfonía más fresca y jubilosa, llena de melodías atrayentes pero también de diseños orquestales bastante elaborados, incluyendo solos que enriquecen la textura. Y la Tercera, “Renana”, es de 1850; la Cuarta fue sólo revisada en 1851, ya que la versión original fue compuesta en 1841. La Tercera se distingue por tener cinco movimientos en vez de los acostumbrados cuatro, y porque el cuarto es una evocación seria y majestuosa de la Catedral de Colonia. En ambos casos las versiones de Rauss tuvieron jerarquía; es un maestro sólido, de claros y persuasivos gestos, que entiende mucho de forma y fraseo, y la orquesta le respondió muy bien en todos sus sectores.

            Una reflexión final. Tres de las sinfonías de Mendelsohn fueron compuestas en el mismo período, y las dos últimas de Schubert no fueron estrenadas en vida y recién se conocieron (en buena parte gracias a Schumann) en la década de 1840-50, de modo que fue una etapa muy fecunda en la historia de la sinfonía. Pero hay un gran olvidado (al menos aquí) cuyas sinfonías fueron creadas en el mismo período: las cuatro del sueco Franz Berwald, asombrosas en su novedad, llenas de sorpresas: ninguna se conoce en Buenos Aires. Y además hay un dato extraordinario: siempre se dice que fue Liszt el inventor del poema sinfónico, y los escribió a partir de 1848; ¡pero Berwald compuso varios en 1841 y 1842!  Todo esto está grabado en excelentes versiones dirigidas por Ulf Björlin con la Royal Philharmonic.

 

Por Pablo Bardin. 

             

           

           

 

           

 

 

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