Un recorrido musical a través de las distintas transformaciones de este género musical que nació como una sucesión de danzas. Con especial énfasis en la producción del siglo pasado, el autor visita obras de Gustav Holst, Béla Bartók y Heitor Villa-Lobos entre otros.
Por Pablo Kohan
Con el surgimiento del Barroco, hacia 1600, se fue instalando, firmemente, la suite, una obra instrumental en varios movimientos que, básicamente, consistía en una sucesión de danzas. Dentro de las suites, un género eminentemente cortesano, las danzas dejaron de lado sus coreografías originales y sufrieron estilizaciones y refinamientos que las fueron alejando de aquellos modelos iniciales. Sólo conservaron sus características métricas, rítmicas, formales y melódicas esenciales. La música dejó de ser el acompañamiento para la danza para convertirse en el objeto de la escucha. Escritas para instrumentos solistas, ensambles pequeños u orquestas de mayores dimensiones, la suite, que también, ocasionalmente, podía incluir movimientos que no eran danzas, devino en uno de los géneros instrumentales más fecundos del Barroco. A lo largo y ancho de todo el continente europeo, la suite gozó de la atención y de los aportes de los más encumbrados compositores hasta mediados del siglo XVIII. Con el advenimiento del Clasicismo, el género desapareció de todos los territorios europeos. En su reemplazo, aunque con otros perfiles y peculiaridades, aparecieron la serenata y el divertimento.
Rompiendo un larguísimo silencio, hacia 1850, el término suite reapareció pero con otro significado y otros contenidos. Ya no como una serie de danzas, la suite romántica pasó a ser una obra de concierto, también en varios movimientos, que era una reelaboración de una obra escénica. De un ballet, de una ópera o de la música incidental escrita para una obra de teatro, el mismo compositor escogía el material musical de la obertura, de alguna escena o de algún cuadro y lo transformaba en un movimiento más o menos breve. La única similitud entre la suite barroca y la suite romántica era la sucesión de movimientos. Muy ocasionalmente, algún compositor retomaba aquella idea del Barroco y escribía una suite de danzas. Edvard Grieg, para la historia, dejó los dos tipos de suite. En 1876, para una representación del drama Peer Gynt, de Henrik Ibsen, escribió un total de veintiséis números vocales e instrumentales. Más de diez años después, en 1888, tomó cuatro números, los reformuló para orquesta y editó su Suite de Peer Gynt Nº1, op.46. Cuatro años antes, para celebrar el bicentenario del nacimiento del gran escritor noruego Ludvig Holberg, Grieg compuso la célebre Suite Holberg, op.40, cuyo título original no era ése sino Suite de la época de Holberg y que venía, además, con el subtítulo Suite al viejo estilo. Sus movimientos son “Preludio”, “Sarabande”, “Gavotte”, “Air” y “Rigaudon”. Tal vez, nadie mejor que la Orquesta de Cámara de Noruega para ofrecerla y poder apreciarla.
Así como Chaikovsky dejó suites de sus ballets o Bizet hizo lo propio con Carmen, en el siglo XX abundaron las suites que provenían de óperas, de ballets y de músicas incidentales aunque, en este caso, ya no sólo del teatro sino del cine también. Y hubo, además, una nueva acepción para el término. Siempre con la idea de sucesión de movimientos, hubo suites referenciales cuya razón de ser estaba implícita en su título y que no incluían ninguna danza. Los planetas, op.32, de Gustav Holst, es una suite para gran orquesta concluida en 1917. Sus movimientos remiten a cada uno de los planetas del sistema solar. En esta obra paradigmática del romanticismo tardío, Holst describe a cada planeta con una función o un carácter. “Marte” es el portador de la guerra y así suena en esta interpretación de la gran directora finlandesa Susana Mälkki al frente de la Orquesta Sinfónica de la BBC.
Ya detalladas las tres acepciones para el término suite, en esta columna iremos al encuentro de cinco suites que fueron compuestas en el siglo XX pero que remiten a su significado primigenio, el de sucesión de danzas, estadísticamente, no el mayoritario. Como toda selección, ésta no será completa y su elección se debe al deseo de mostrar suites de danzas muy distintas una de otra.
En 1923, Béla Bartók, hasta ese momento, un gran pianista de 42 años con reconocimiento como compositor sólo en su Hungría natal, escribió su Suite de danzas. Lo que no queda claro para los foráneos es cuáles son esas danzas ya que, en su encabezamiento, sus seis movimientos sólo portan indicaciones de tempo. Obra clave en su historia, esta Suite de danzas fue interpretada en cincuenta oportunidades sólo en Alemania en el lapso 1923 – 1925. En la Suite, Bartók implementa patrones propios de danzas húngaras y rumanas pero sin citar textualmente a ninguna de ellas por su nombre. En el final de cada movimiento, como colofón de cada uno de ellos y como puente para el siguiente, aparece siempre una melodía muy lírica, indicada en la partitura como ritornello, clara referencia a un término íntimamente ligado al Barroco. Acá la traen al escenario los músicos de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt dirigidos por el Juraj Valčuha.
En ese mismo 1923, a pocos kilómetros de Budapest, Arnold Schoenberg, en Viena, luego de tres años de labor, concluía su Suite para piano, op.25. Schoenberg es el ícono de la experimentación más radical del siglo XX. Sus Tres piezas para piano, op.11, de 1909, son consideradas la primera obra atonal de la historia. Llegado al inconmensurable y libérrimo mundo de la atonalidad, Schoenberg se vio en la necesidad de forjar un sistema para poder navegar dentro de él con algún ordenamiento. Después de una década de trabajo intelectual fecundo, nació el dodecafonismo, una técnica de reglas claras y minuciosas pero también muy flexibles para manejarse dentro de la atonalidad. La primera obra compuesta íntegramente aplicando esta nueva técnica compositiva fue, precisamente, la Suite op. 25, una auténtica suite de danzas. Paradojas para ser tratadas en alguna otra ocasión, la primera obra íntegramente dodecafónica de Schoenberg se ajusta a una de las propuestas cardinales del neoclasicismo, un movimiento que, por sus premisas, estaba en las antípodas del expresionismo vienés que lideraba, precisamente, Schoenberg. En la Suite, tras un breve preludio sugerente y punzante, atonales y dodecafónicas de cabo a rabo, desfilan, irreconocibles, una gavota, una musette, un minué y una giga, sólo basadas en lejanísimas referencias métricas y en alguna mínima figuración rítmica. La intensa emocionalidad expresionista de la Suite op. 25 fue expuesta, magistralmente, por Yuja Wang, el año pasado, en el Festival de Verbier.
Scaramouche, de Darius Milhaud, es una suite para dos pianos sumamente original, surgida como respuesta a un pedido de Marguerite Long. Tras muchas dudas e idas y vueltas, el gran compositor francés le dio el toque final en 1937. De sus tres movimientos, los dos iniciales, “Vif” y “Modéré”, son reformulaciones de pasajes de músicas incidentales compuestas para dos obras de teatro, El médico volador, de Molière, y Bolívar, de Jules Supervielle. Pero el tercero, “Brasileira”, una auténtica danza, fue concebido y sólo bosquejado hacia 1919 y es una hermana cercana, casi gemela, de Saudades do Brasil y El buey sobre el tejado, piezas atravesadas por los ritmos y las melodías de las canciones y danzas cariocas que Milhaud conoció en su estadía de casi tres años en Río de Janeiro, entre 1916 y 1918, cuando ofició de secretario del poeta Paul Claudel, por entonces, el embajador francés en Brasil. Para cerrar Scaramouche, Milhaud retomó aquel antiguo borrador, lo llamó “Brasileira” y, sin ambigüedades, en la partitura señaló, “Mouvement de samba”. Gracias a esta “Brasileira”, la obra adquirió una inmensa celebridad. Politonal, pujante y muy danzable, acá tenemos una gran interpretación del dúo de Marcelo Ayub e Iván Rutkauskas, registrada, sin público, en tiempos de la pandemia, en el Centro Cultural Kirchner.
Cercana en sus contenidos a la suite de Milhaud, pero absolutamente diferentes en variedad, objetivos, estética y, sobre todo, como testimonio de afirmación de identidad, están las nueve Bachianas brasileiras, de Heitor Villa-Lobos, escritas entre 1930 y 1945. En el sustantivo del título de esta colección está implícito el homenaje a Bach y al modelo de sus suites en tanto que en el adjetivo, está la referencia explícita a que todas ellas están pintadas y surcadas por el nacionalismo brasileño del cual Villa-Lobos fue su líder más palmario y trascendente. Compuestas para diferentes orgánicos, todas las danzas de cada una de las suites están doblemente tituladas con un género o forma propios del barroco y con una referencia musical o artística brasileña, en portugués. La Bachianas brasileiras Nº1 fue compuesta en 1930 para un ensamble de ocho chelos y sus tres movimientos son “Introducción – Embolada”, “Preludio – Modinha” y “Fuga – Conversa”. Entendiendo que introducción, preludio y fuga son términos que no requieren aclaración, no es ocioso recordar que la embolada era una canción popular del nordeste brasileño, la modinha, una canción sentimental brasileña de larga data y conversa, de una fuga se trata, sencillamente, da a entender que es una conversación de diferentes voces a partir de un tema melódica y rítmicamente brasileño. Los chelistas de la Filarmónica de Berlín decidieron que la obra fuera interpretada por toda la planta de la orquesta y así es que no fueron ocho sino doce los músicos que la tocaron en 2020.
En la segunda mitad del siglo XX, tiempos de vanguardias y de rupturas drásticas que también conllevaron, expresamente, la remoción del nacionalismo que, casi por obligación, abrevaba material e ideas de las danzas populares, la suite quedó por fuera de la mira de los compositores. Sin embargo, también en este tiempo aparecieron algunas suites notables. Alfred Schinttke, nacido en 1934, fue el compositor soviético más destacado en la búsqueda por salir de los estrechos límites del realismo socialista. Tradicional en la composición de música para el cine -el más prolífico de su generación-, Schnittke, para los escenarios de ópera y de concierto, llevó adelante una creación disruptiva y poliestilística, como él mismo la denominaba, que cosechó admiraciones tanto en la Unión Soviética como en Europa. Con todo, entre sus obras innovadoras y audaces aparece, tonal y también chirriante, la bellísima Suite en estilo antiguo para violín y piano (o clave), escrita en 1972. Los cinco movimientos son “Pastoral”, “Ballet”, “Minueto”, “Fuga” y “Pantomima”. Muy bien recibida, Schnittke la reelaboró para orquesta de cámara y ésta es la versión que interpretó la Sinfónica de la WDR, con la dirección del letón Andris Poga.
Esta selección adolece de un reduccionismo inevitable. En el siglo pasado, compositores tan admirables como Ottorino Respighi, Maurice Ravel, Ernest Bloch, Dmitri Shostakovich, Francis Poulenc, Witold Lutoslawski y nuestros Alberto Ginastera y Ástor Piazzolla, entre muchos más, contribuyeron para mantener con saludable vida a la antigua suite de danzas. A la luz de la calidad musical y de la gran variedad de las que en esta columna hemos compartido, esperamos que esas ausencias pueden ser comprendidas.