Siguiendo las lógicas del arte de la cocina o las de las investigaciones y prácticas de la genética, podríamos suponer que, como una receta o una hibridación, una sinfonía concertante es la combinación de una sinfonía y un concierto en determinadas proporciones, las que establezcan el chef o el científico. Sin embargo, la historia revela que, en realidad, la sinfonía concertante, no es una simple sumatoria de sustantivo y adjetivo sino, sencilla y concretamente, un tipo muy peculiar de concierto.
Pablo Kohan
Mozart: sinfonía, concierto y sinfonía concertante
La razón de la denominación “sinfonía concertante” es un misterio que no tiene demasiadas explicaciones y para exponer todas las dudas, nadie mejor que Mozart para servir sobre la mesa una sinfonía, un concierto y una sinfonía concertante, las tres escritas prácticamente en sucesión. Dos de ellas, se ajustan estrictamente a sus definiciones formales o genéricas. La tercera, sólo consolida las incógnitas.
Por muy pedestres razones (la búsqueda de un empleo), en marzo de 1778, Wolfgang, acompañado por su madre, viajó a París. Para mostrar habilidades y capacidades, compuso tres obras orquestales e incorporó, dentro de ellas, algunas de las características propias del clasicismo francés. Aplicando su consabida velocidad, escribió la Sinfonía Nº31 en Re mayor, K.297, estrenada en una velada privada en la casa de un conde e, inmediatamente, en Concert Spirituel, el Concierto para flauta, arpa y orquesta en Do mayor, K.299, para el duque de Guines, un flautista aficionado, además, padre, de una arpista tan aficionada y limitada como su progenitor, y la Sinfonía concertante para flauta, oboe, corno, fagot y orquesta en Mi bemol mayor, K.297b, que no fue interpretada y cuyo manuscrito original despareció aunque fue reconstruida a partir de una copia también manuscrita hallada casi un siglo después. Vayamos al análisis general de cada una de ellas.
Desde hacía poco más de una década, esencialmente de la mano fundadora y prolífica de Franz Joseph Haydn, la sinfonía clásica, de Viena hacia el resto de Europa, se había establecido firmemente como una obra para orquesta, en cuatro movimientos, cada uno de ellos con formas internas peculiares y casi inalterables, y también con perfiles, tempi y caracteres bien definidos. El primero se articulaba en la revolucionaria y novedosa forma sonata bitemática; el segundo transcurría lento y cantable; el tercero era, invariablemente, un minué, y el último, brillante, podía reiterar la forma sonata inicial o asumir el molde del rondó. Al gusto parisino, Mozart escribió su Sinfonía Nº31, precisamente, conocida como la Sinfonía París. Donde fueres haz lo que vieres (o escuchares) -y más si el objetivo es conseguir trabajo-, la obra asume la pompa francesa, con una orquesta más amplia que las austriacas (dos clarinetes y dos trompetas), incluye un llamativo unísono inicial y dejó al minué de lado para pasar a ser la única sinfonía de Mozart en tres movimientos. A lo largo de la obra, aparecen algunos contrastes un tanto pomposos y esos comienzos en unísonos, componentes o planteos muy franceses, extrañisimos dentro de las propuestas compositivas habituales del Mozart de ese tiempo. Para una segunda presentación, también en París, Mozart sustituyó el Andantino central, muy vienés para la crítica, por un Andante más cortesano que, hoy por hoy, es el que habitualmente se interpreta. Así suena esta sinfonía en la interpretación de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt dirigida por la lituana Giedrė Slekytė
Si la sinfonía clásica es una creación de la segunda mitad del siglo XVIII, el concierto, una obra para solista (o solistas) y orquesta, surgió a comienzos de esa misma centuria desde el norte italiano, principalmente, desde Venecia, con la firme marca en el orillo establecida por la inmensa producción de Vivaldi. Los conciertos barrocos se establecieron en tres movimientos, siguiendo la sucesión Rápido – Lento – Rápido. Superando la dura barrera del rechazo que los compositores del nuevo clasicismo ejercieron sobre las creaciones del pasado, el concierto no sólo se mantuvo con vida sino que -siempre en tres movimientos- incorporó las grandes novedades formales e idiomáticas que emergieron en la segunda mitad del siglo XVIII. El Concierto para flauta, arpa y orquesta de Mozart, es un claro ejemplo de la incorporación de la forma sonata en el primer movimiento, con su primera exposición a cargo de la orquesta y con la suma de los dos solistas en la segunda de ellas (1.33). Habida cuenta de las limitadas capacidades técnicas de quienes encomendaron la obra, Mozart despojó a las partes de la flauta y del arpa de cualquier virtuosismo y este concierto, galante y muy francés (el unísono inicial es otra prueba de la búsqueda mozartiana por agradar al público para el cual la obra había sido escrita) transcurre sin mayores sorpresas. Con una arpista original apenas correcta, el instrumento prácticamente carece de cualquier protagonismo y está reducido a una función casi exclusivamente acompañante. Ésta es la interpretación de la Orquesta de Cámara de Croacia, con la dirección de Igor Tatarević y las participaciones de la flautista Tamara Coha Mandić y la arpista Diana Grubišić Ćiković.
Diferente a sus coetáneas y novedosas sinfonías clásicas -que jamás imponen algún solista por delante de la orquesta-, las sinfonías concertantes, con punto de partida centrífugo en Francia, desde c.1770, se caracterizaron por ser, esencialmente, conciertos para varios solistas y orquesta, casi siempre en tres movimientos e incorporando, también casi siempre, la nueva forma sonata en el movimiento inicial, siguiendo el mismo modelo del concierto clásico que antes analizamos. En el mes de abril, Mozart le escribió una carta a su padre -que se había quedado en Salzburg- en la que le decía que estaba componiendo una Sinfonía concertante para oboe, clarinete, fagot, corno y orquesta para Concert Spirituel, la prestigiosa institución que, desde 1725, organizaba eventos musicales en París. Pero hubo contratiempos. La obra no fue estrenada porque, a último momento, fue reemplazada por otra sinfonía concertante de Giuseppe Cambini destinada para los mismos instrumentos solistas. El manuscrito original desapareció pero, en 1869, fue hallada una copia manuscrita en la colección de Otto Jahn, uno de los primeros biógrafos de Mozart. Con distintas manos que retocaron y completaron los faltantes, la obra es hoy interpretada y, aún con las consabidas reservas por agregados extraños, nadie discute la autoría de Mozart. Con ésta, su primera sinfonía concertante, Wolfgang completó su trilogía orquestal bien francesa aunque, en este caso, por su extensión, densidad y tensiones dramáticas, sea ésta la menos cercana al estilo musical del clasicismo francés. Registrada en Suiza, hace un lustro, por el Musikkollegium Winterthur y un cuarteto solista surgido de la misma orquesta, acá tenemos una muy buena interpretación de la Sinfonía concertante, K.297b
La sinfonía concertante en Francia
Dejando de lado la sinfonía, cuya esencia orquestal no admite discusión, la pregunta que emerge espontánea es en qué se diferencia un concierto para dos instrumentos solistas y orquesta de una sinfonía concertante para, en este caso, cuatro instrumentos solistas y orquesta. Tal vez, la respuesta a este interrogante -o, tal vez, las conjeturas o aproximaciones, ya que no respuestas contundentes – deberíamos dejarla para el final, luego de pasear por diferentes sinfonías concertantes escritas en diferentes regiones europeas. Como corresponde, el comienzo será en Francia donde los compositores locales abundaron en la escritura de sinfonías concertantes.
François Devienne fue un compositor, flautista y fagotista que vivió entre 1759 y 1803. Integró distintos ensambles y fue el profesor de flauta más eminente de su tiempo, ocupando ese cargo docente en el Conservatorio de París, en sus últimos años de vida. Dentro de una creación que incluye unas trescientas obras instrumentales, se destacan los conciertos para flauta y orquesta y una decena de sinfonías concertantes cuyos solistas son, mayormente, instrumentos de viento. La Sinfonía concertante para dos flautas y orquesta en Sol mayor, op.76, presumiblemente escrita entre 1799 y 1801, es la última que escribió Devienne. Como si la Revolución francesa no hubiera existido o como si el tiempo se hubiera detenido en aquellos años en los cuales Mozart residió en París, la obra es galante de principio a fin, clásica de equilibrios absolutos y sin contrastes o rupturas bruscas de ningún tipo. Por supuesto en tres movimientos, la obra trasunta un irrebatible aire palaciego. Poco ambiciosa en sus alcances, la exposición orquestal del primer movimiento ni siquiera es bitemática y, apenas exhibido y extendido el primer (y único) tema, ya ingresa la primera de las dos flautas solistas. Así la interpretan Nikolai Mokhov y Denis Lupachev, junto a la Orquesta del Mariinsky. El director de la orquesta no es sino Patrick Gallois, gran flautista que, en su tiempo y en calidad de solista, interpretó esta obra junto al recordado Jean-Pierre Rampal.
Giuseppe Cambini (1746-1825) nació en Livorno y se radicó en París en 1773. Casi inmediatamente adquirió una enorme celebridad luego de la muy favorable recepción que tuvo la interpretación de una sinfonía suya en el Concert Spirituel. Una verdadera máquina creativa, desde ese preciso momento, en París, se editaba prácticamente todo lo que componía. Dentro de una producción ciclópea se encuentran ni más ni menos que ochenta y dos sinfonías concertantes. Absolutamente olvidadas todas ellas, es inhallable alguna interpretación de la sinfonía concertante que desplazó a la de Mozart en aquel concierto de Concert Spirituel. Pero para ser testigos de la simpleza clásica y la elegancia sencilla de su música, sin videos dignos en el horizonte, bien vale la pena escuchar el primer movimiento de una Sinfonía concertante para oboe, fagot y orquesta. Frente a estos sonidos y la abundancia de galanuras no resulta desacertado intuir que fueran aquellas extensiones y dramatismos de la Sinfonía concertante K.297b, de Mozart, las que determinaran que la música de Cambini resultara mucho más apropiada para el refinado público francés de 1778.
La sinfonía concertante en el resto de Europa
En Inglaterra, donde residía desde 1762, Johann Christian Bach (1735-1782), el menor de los hijos de Johann Sebastian, fue quien más contribuyó al desarrollo del género. De sus quince sinfonías concertantes, llama la atención que cinco de ellas estén escritas en sólo dos movimientos. Copioso en el número de solistas, salvo una, todas fueron escritas para grupos de tres o más instrumentistas. La contribución de los compositores italianos al género fue limitada, minúscula. Al menos en la península italiana. La inmensa producción de Cambini, el verdadero campeón de la sinfonía concertante, fue íntegramente producida en Francia.
En Mannheim, donde se había acuñado una nueva manera de escritura orquestal, esencial en el establecimiento del clasicismo vienés, las sinfonías concertantes asumieron una modalidad diferente, mucho menos decorativas en cuanto a las galanuras y la falta de dramatismo que pululaban en las diferentes regiones que hemos visitado. La escritura orquestal era más detallada y las concertaciones entre los instrumentos solistas y la orquesta tenían otros cuidados. Todo esto sin que las galanuras clásicas perdieran ni un ápice. Su compositor más relevante fue Christian Cannabich (1731-1798) pero el más prolífico, con más de treinta sinfonías concertantes en su haber, fue Carl Stamitz (1745-1801), el hijo de Johann, el fundador de la célebre Escuela de Mannheim. De todas ellas, interpretada en Seúl por una orquesta de cámara surcoreana, acá está la Sinfonía concertante para violín, viola y orquesta en Re mayor (c.1770), en tres movimientos, Allegro (0.00), Romance (9.40) y Rondeau (16.25). Menos decorativa que las anteriores, una escucha apenas general, permite percibir otro tipo de sonido, la resultante de muy peculiares balances y combinaciones instrumentales tan propios y característicos del clasicismo vienés. Sólo por hacer notar el respeto a las formas ya plenamente establecidas, en el primer movimiento, como si fuera un concierto para violín, viola y orquesta, la forma sonata aparece impoluta con su primera exposición orquestal, con su segundo tema, orondo y distinguido, emergiendo en 0.48. La segunda exposición, con las dos solistas en primer plano, comienza en 1.47.
Buscar la identidad, volver a Mozart
Habiendo paseado por distintas geografías europeas y escuchado distintas creaciones, queda claro que el de las sinfonías concertantes, verdaderos conciertos para varios solistas y orquesta, era un género cercano y paralelo al de las serenatas y los divertimentos, un campo de música ocasional y de entretenimiento menos ambicioso que el de las sinfonías y los conciertos. Con todo, sigue subsistiendo el por qué de este rótulo tan equívoco ya que, fehacientemente, las sinfonías concertantes no son sinfonías. Para tratar de elaborar ya no una teoría concreta sino apenas enunciar presunciones o meras inferencias, habría que trasladarse a Francia y buscar respuestas ya no en el estricto campo de los sonidos sino en el naciente y floreciente negocio del concierto público. Nicolas Framery (1745-1810), un escritor, libretista, teórico y crítico musical francés, en su publicación Journal de musique historique, théorique, et pratique, casi como una recomendación amistosa para la organización Concert Spirituel, propugnaba convocar a los mejores instrumentistas para que participaran en sinfonías concertantes y no en “insípidos conciertos” o en “muy extensas sinfonías o sonatas”.
En un contexto de sostenido crecimiento del flamante concierto público y quizás bajo este concepto de mejorar ventas, circularon las sinfonías concertantes, algunas con orgánicos inverosímiles. Más allá de los “normales”, hubo ensambles de solistas como clave, violín y piano (Tapray), piano a cuatro manos y violín (von Schacht), piano, mandolina, trompeta y contrabajo (Kozeluch). El más numeroso puede haber sido el que Johann Christian Bach escribió para dos violines, dos violas, dos oboes, dos cornos, chelo y orquesta. Con otra envergadura y tal vez poniendo un digno final al camino relativamente breve de las sinfonías concertantes, Haydn, en 1792, en Londres, compuso su Sinfonía concertante para violín, chelo, oboe, fagot y orquesta. La moda duró todavía algunas décadas más pero ya en manos de compositores de segundo o tercer orden. La preferencia era, concretamente, la de los conciertos para dos o tres instrumentos, con una forma general mucho más sólida y balanceada. Beethoven, en 1804, ni siquiera debe haber contemplado el concepto de sinfonía concertante cuando completó su maravilloso Concierto para violín, chelo, piano y orquesta, op.56. Lo mismo aconteció con el joven Mendelssohn que, a los catorce, en 1823 escribió un concierto para violín, piano y orquesta y dos conciertos para dos pianos y orquesta.
Con todo, en el final, hay que volver, obligatoriamente, a Mozart porque ahí está, esplendorosa, magistral y extraordinaria la Sinfonía concertante para violín, viola y orquesta en Mi bemol mayor, K.364/320d, cuya existencia tal vez sea la única razón por la cual todavía seguimos hablando de este género que, en definitiva, tiene una única gran obra, ésta de Mozart, merecedora de la eternidad. En 1779, después de haber pasado por Mannheim, donde Wolfgang debe haber escuchado sinfonías concertantes de Cannabich y de Carl Stamitz, volvió al género luego de aquella frustrada experiencia parisina del año anterior. La consecuencia fue este maravilloso doble concierto -o, tal vez, una auténtica sinfonía dada la importancia y trascendencia de los pasajes orquestales- en tres movimientos, uno de los más interpretados de todos aquellos escritos en las segunda mitad del siglo XVIII. Sin comentarios, explicaciones o descripciones agregados, acá tenemos la posibilidad de escuchar y ver una interpretación admirable de la Argovia Philharmonic, una orquesta suiza del condado de Aarau poco conocida por estos lares pero que, para esta ocasión, registrada en 2022, contó con la dirección del noruego Rune Bergmann y con la participación de dos solistas excepcionales: el estadounidense Noah Bendix-Balgley, primer concertino de la Filarmónica de Berlín, y el israelí Amijai Grosz, viola solista de la misma orquesta y, para muchos, el más notable violista de la actualidad. Sólo hacer click en el link que está siguiendo a este párrafo y dejarse llevar. Con Mozart y estos músicos, el disfrute está garantizado.