La parte discrepante (en parte) con la mayor parte.

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A propósito del estreno en el Teatro Real de Capriccio, de Richard Strauss.

PH: Javier del Real. Madrid, 24 de mayo de 2019

La producción del Teatro Real ha sido acogida con grandes aplausos por la casi totalidad de la crítica madrileña habitual, incluyendo la puesta en escena del reputado Christof Loy. Y puesto que discrepar seriamente del consenso de tantos expertos respecto del montaje escénico puede tomarse como un atrevimiento con ínfulas de originalidad, este autor se ve en la obligación de argumentar con cierto detalle sus discrepancias con la idea y la realización del montaje de Loy y de su escenógrafo, Raimund Orfeo Voigt, haciendo notar de antemano que no considera que esta producción, en contra de lo que parece ser tendencia actual de muchos regisseurs, sea una declaración de guerra a Strauss, ni a su libretista Krauss ni a los espectadores.

Por Fernando Peregrín Gutiérrez.

Sabido es que Capriccio, la última ópera de Richard Strauss se estrenó en el Teatro Nacional de Múnich el 28 de octubre de 1942. Esta fecha y el hecho de que el libretista Clemens Krauss y célebre director de orquesta fuese amigo personal de Joseph Goebbels han dado lugar a informaciones incorrectas aparecidas en la prensa madrileña sobre el influjo del Gobierno nazi en dicho estreno. No es el momento de explayarse exponiendo los errores que proceden de un desconocimiento de la historia de la música en Alemania durante los años del nazismo, sino de recordar, respecto de Clemens Krauss—tocante al compositor, la situación es más ambigua y con muchas más luces y sombras—que aunque fue investigado a fondo por los vencedores de la guerra, basándose, sobre todo, en la citada amistad personal entre el director de orquesta y el Ministro de Ilustración Pública y Propaganda de Hitler, finalmente no se le sometió a proceso alguno de desnazificación y fue exonerado en 1947, pese a la postura en contra de los soviéticos.

    El estreno de esta ópera en el Teatro Real casi 77 años después de su primera representación, entra dentro de historia de estrenos tardíos de esta composición, sui géneris en tantos aspectos y en las afueras del repertorio lírico canónico y del del propio Richard Strauss. En España, por ejemplo, se estrenó en 1991 en el Liceu de Barcelona; cinco años después tuvo lugar su estreno madrileño en el Teatro de la Zarzuela. Otros ejemplos de estrenos que se hicieron esperar son el de Argentina y toda Sudamérica, que tuvo lugar en diciembre de 2005 en el Teatro Colón. En la MET neoyorquina se puso en escena por vez primera en 1998 (en Estados Unidos es casi una norma introducir una pausa, una especie de chocolate break cuando la “Condesa” ordena al mayordomo que se sirva el chocolate) y en el Teatro alla Scala está aún por subir al escenario.

    La producción del Teatro Real ha sido acogida con grandes aplausos por la casi totalidad de la crítica madrileña habitual, incluyendo la puesta en escena del reputado Christof Loy. Y puesto que discrepar seriamente del consenso de tantos expertos respecto del montaje escénico puede tomarse como un atrevimiento con ínfulas de originalidad, este autor se ve en la obligación de argumentar con cierto detalle sus discrepancias con la idea y la realización del montaje de Loy y de su escenógrafo, Raimund Orfeo Voigt, haciendo notar de antemano que no considera que esta producción, en contra de lo que parece ser tendencia actual de muchos regisseurs, sea una declaración de guerra a Strauss, ni a su libretista Krauss ni a los espectadores.

    Capriccio es una ópera que al contrario de lo que sostienen directores de escena de la fama de John Cox, no se puede considerar escénicamente como atemporal. Es, casi con la misma necesidad que El caballero de la rosa, una obra que requiere que se ambiente en el siglo XVIII. Esta exigencia de sus autores no es baladí. El argumento y toda la razón de ser de Capriccio están expresamente relacionados con la fecha y el lugar que se fija en el libreto: un palacio u hôtel aristocrático rococó cercano a París y en el año 1775. Pues en casi todo otro tiempo y lugar sería impensable que se produjeran las argumrntaciones, la Konversationsstük für Musik como definen Strauss y Krauss a Capriccio, que es el fundamento y substancia de esta ópera.

    Cierto que la disputa entre la música y la palabra, entre Töne oder Worte en la ópera es anterior a esa fecha. Aparece ya casi desde el inicio del género y alcanza su máxima actualidad e intensidad a medida que se desarrolla el melodrama dieciochesco. Tampoco termina aquí, en la Francia prerrevolucionaria, sino que continúa en toda Europa, como es ejemplo el estreno en Viena en 1786 de Prima la musica e poi le parole, de Antonio Salieri, cuyo eco más notorio sería más tarde, muy precisa y probablemente, Capriccio. Pero al situar la acción de esta discusión sobre la prioridad de la música o de la palabra en la ópera en la Francia del XVIII, los autores tuvieron que tener muy en cuenta que en ese mismo tiempo y lugar, este encendido debate tuvo especial importancia en ambientes intelectuales, artísticos y hasta políticos franceses. Baste recordar la Querelle des bouffons (La querella de los bufones, 1752-1754), la enconada disputa entre los partidarios de la Tragédie lyrique francesa y la Opera buffa italiana, entre los defensores de las obras de Rameau y de su antecesor Lully y los de los compositores bufos italianos que tanto éxito tenían en París a mediados del ese siglo. Lógicamente, tanto Rameau como Lully aparecen citados, con la palabra y con la música, en Capriccio. También hay referencias en el libreto a Gluck y a su “Iphigénie”, un guiño erudito a los espectadores musicalmente educados que entenderán, debieron pensar los autores, lo oportunas que iban a resultar esas referencias, pues la conversación sobre ópera que es principalmente, repito, el tema de Capriccio—un claro ejemplo de meta-ópera, o lo que es lo mismo, una ópera que versa sobre la ópera como género teatral—, se desarrolla coetáneamente con el triunfo de Gluck y su reforma de la lírica en París en la segunda mitad de la década de 1770. Tocante a esto, y para dejar claro que el deseo de Strauss y Krauss de que su ópera se escenificara en la Francia de 1775, conviene recordar un tema de conversación muy candente y de moda en los salones y hôtels aristocráticos del mundo musical parisino, tanto en el propio París como en las afueras de la Ville-Lumière: la preferencia por Gluck o por Piccini (que se conoció como la querelle des Gluckistes et des Piccinnistes).

    Llegados a este punto, es de suyo preguntarse qué beneficios estéticos y de mejor comprensión de la acción dramática tiene el trasladar la acción a un tiempo actual y a un ambiente escénico minimalista, ahistórico, insípido y anodino, diríase incluso tacaño. Quizá Loy y su escenógrafo han pensado que el espectador que iba a asistir a la primera puesta en escena en el Teatro Real entendería mejor un montaje moderno, con ricas condesas y actrices de moda si se las presentaba con ropajes, posturas y actitudes que se ven a diario en cines, televisiones y revistas de cotilleos en colorines y papel cuché. Asimismo, tal vez han supuesto que el rococó, que es propio y muy característico de la época y el lugar en que Strauss y su libretista querían que se desarrollara la acción, ya no se estila, y que es hasta empalagoso y anticuado. Y no creo que haya nada más al respecto. Excepto quizá buscar una producción escénicamente barata en tiempos de escasas subvenciones públicas al Teatro Real.

    Por el contrario, se pierde todo o casi todo lo que Strauss y Krauss deseaban mostrar a los espectadores. Pues amén de que la conversación que es acorde con el momento cultural en el que se quiso que tuviese lugar, subrayada y acompañada por una música llena de referencias que serían oportunas y muy comprensibles convenientemente situadas en un entorno de aristocrático rococó de las afueras de París hacia 19775, es bastante improbable, anacrónica y poco creíble en el día de hoy entre personajes de nuestro tiempo. Se pierde, además, algo tan fundamental como es espíritu, el aroma, el estilo—todo lo anacrónicos que se quiera con relación a la supuesta época de la acción que exige el libreto—de la llamada alta comedia vienesa, que tiene sus propios cánones y sus propias convenciones, que codificaron escritores y dramaturgos vieneses como Hugo von Hofmannsthal, Arthur Schnitzler y Hermann Bahr, el cual conviene recordar que trabajó a principios del siglo XX codo con codo con Max Reinhardt, el director escénico del estreno absoluto de Capriccio en Múnich (y cuyo posible alter ego, o mejor dicho, caricatura en la ópera sea el personaje “La Roche”, un director de teatro). No se trata esta referencia a la alta comedia vienesa de una nota erudita, pues el propio Strauss quería que Capriccio llevase el sello de ese género tan echte Wiener que le era tan cercano y querido, y al que tanto debía y había contribuido, y no una farsa, una “parodia berlinesa”, en sus propias palabras. Pues bien, la puesta en escena de Loy, en lo que respecta a la dirección de actores, en su aspecto actoral, muchas veces está bastante más cercana a la frivolidad y hasta a la vulgaridad—notable ejemplo de ello es la parodia de la ópera italiana, poco menos que incomprensible en un contexto moderno—que a la elegante y contenida compostura aristocrática que es conforme con la refinada educación, alto nivel social e intelectual de los personajes principales, lo cual hace a dicha escenificación estar mucho más cerca precisamente de esa parodia berlinesa, algo que no quería el compositor bávaro como horma para la escenificación de su última ópera.

    Hay, además, muchos caprichos de Loy que no encajan bien en Capriccio. Diríase que hasta a veces, rechinan. Par empezar, carece de sentido la presencia de tres “Condesas Madeleine”: una jovencita, una niña; otra, la de verdad, la joven viuda y otra, ya bastante madura y entrada en años. La primera y la última están encarnadas por bailarinas. Cierto que la primera se podría pensar que es la bailarina que interpreta tres danzas, paspié, giga y gavota según requiere el libreto. Pero si nos fijamos en lo que dice el personaje “La Roche” durante la primera de esas danzas que la pequeña bailarina estaba con un cierto vizconde que la mantenía poco menos que secuestrada y que él se las ingenió para robársela, carece por completo de sentido y es hasta un borrón que afea la labor de Loy, al querer que se represente así a la “Condesa” cuando era joven, casi una niña.

    Distinto es el caso de la bailarina de mayor edad. No figura en la ópera y parece que Loy la introduce para añadir un tema que se inventa, quizá engañado por la posible semejanza entre la “Condesa” y la “Mariscala” de El caballero de la rosa: el paso del tiempo, el envejecimiento de “Madeleine”, su rechazo y aceptación final de que ella ha dejado o dejará pronto su juventud para entrar en una madurez que la conducirá irremediablemente hacia la ancianidad (eso no quita para que haya que señalar la magnífica presencia y sus elegantes, refinados y aristocráticos movimientos de la bailarina Elizabeth McGorian). Es posible que se pueda argüir que esta interpretación mía sea muy subjetiva y errónea. Pero si la presencia de tres “Condesa Madeleine” en el escenario del Teatro Real tiene otro significado, otro simbolismo, debo reconocer que se me escapa por completo.

“Madeleine” a través del espejo

    La extraordinaria escena final requiere que haya en ella un espejo, no del tipo de tocador, como en El caballero de la rosa, sino colgado de la pared o tal vez formando parte de una típica puerta francesa del rococó revestida de espejos (una variante de las puertas vidriadas que pide el libreto; adicionalmente, en las indicaciones escénicas se piden muchos espejos en las paredes del vestíbulo que da a un amplio salón) para que la “Condesa” pueda encontrarse en su momento, de improviso, reflejada al pasar delante de él cuando atraviesa la escena de un lado a otro hacia el final de su espléndido monólogo conclusivo. La frase “Pues bien Madeleine, ¿qué dice tu corazón?” carece de sentido si no va dirigida a su propia imagen reflejada en un espejo.

    Pudiera pensarse que el regista ha puesto en realidad en escena, con mucha imaginación caprichosa, un simbólico espejo colgado de la pared y a bastante altura del suelo, cuya parte azogada posterior está envejecida hasta el punto de haber perdido toda su capacidad de reflexión. Por la forma en que se puede suponer que ha envejecido el espejo, más parece que lo que cuelgue de la desnuda pared sea un feo y gran cuadro de geometrismo abstracto americano, con manchas rectangulares de colores oscuros y negros. Sea como sea, es inservible para que cumpla con su misión de reflejar la imagen de la “Condesa” a fin de que ella pueda dialogar consigo misma.

    Hay además, en la exigida presencia abundante de espejos en las paredes—en el caso que reseñamos, una sola y continua pared—un elemento simbólico. Capriccio es, como ya se ha dicho, meta-teatro. O como si dijéramos, una ópera vista a través de un espejo. Un momento clave de la conversación es cuando la “Condesa” dice de la ópera que “podemos sentirnos reflejados en ella como en un espejo mágico (Zauberspiegel)”. La ausencia de espejos en el escenario es algo bastante chocante.

    Strauss termina su ópera sobre el conocido y apasionante asunto de si prima la musica, poi le parole con la incapacidad de la “Condesa”— magnífica metáfora de la propia ópera—de poder decidirse por una u otras. Mas tengo para mí que Strauss nos deja antes de que la “Condesa” reflexiones sobre la prioridad de la música o de las palabras, una pista sobre su elección: la música. Se trata del famoso intermezzo “Claro de luna” (Mondsscheinmusik), una pieza claramente sinfónica y que parece adelantarse al dilema posterior de su protagonista (curiosamente, ese fragmento de Capriccio lo incluyó Richard Strauss en el último concierto que dirigió, el 13 de julio de 1949). Además, el “Claro de luna” está fuertemente asociado con la música instrumental, con la música sin palabras.

    Pues bien, en la producción que dirige Loy no hay “Claro de luna” ni luz de luna, a no ser que se considere como tal un aumento de la luminosidad de la cúpula que cubre la escena y que pasa bastante desapercibido para el espectador que no conoce la ópera. ¿Por qué ese ninguneo a un momento tan bello y posiblemente simbólico—no es muy plausible que Strauss y Krauss colocaran ese Mondsscheinmusik como adorno o como mera transición entre las dos últimas escenas—que ha llevado a cabo el productor alemán? Tal vez ello se deba a un intento de reducir a extremos de austeridad y simplicidad inexpresiva el decorado, poco más que una alta pared grisácea con una chimenea y una puerta que es un simple panel rectangular recortado posiblemente con sierra en la pared (además, el ya mencionado espejo sin reflejo o cuadro abstracto). Lo cual resulta en un ambiente cerrado, algo asfixiante, sin profundidad ni perspectiva alguna. Faltan, sin duda, en el fondo del escenario, unas amplias puertas francesas acristaladas que den paso a un jardín y que permitan ver, tras la oscuridad del anochecer—lo que exige que la escena permanezca a oscuras durante un cierto tiempo, cosa que no ocurrió—de una tarde de elegante, mundana, erudita y alambicada conversación, la aparición de la luna y su esplendorosa y simbólica—símbolo de la música—luz.

    Otra licencia que se ha tomado Loy es prescindir del arpa que tañe la “Condesa” cuando en su monólogo final canta el soneto, una de las claves de Capriccio. No creo que sea una cuestión sin importancia, pues tiene su significado: Strauss y Krauss sabían que un soneto es una composición poética a la que es muy difícil poner música. Por eso, y mientras en la orquesta suena con gran exquisitez y delicadeza la música compuesta por “Flamand” para el soneto de “Olivier”, en la escena no se refleja este momento que puede pensarse que es una metáfora, o mejor dicho, un ejemplo, de que es posible, por muy difícil que sea, fundir la música con la palabra.

    Loy parece sufrir el síndrome del horror vacui escénico que tanto se ha generalizado entre sus colegas. Y quizá para compensar el minimalismo, la frugalidad e irrelevancia de la escenografía—excepción hecha de unos pocos y bellos sofás y sillones—llena el escenario con la casi permanente presencia de los criados, el mayordomo y la bailarina que simboliza a la “Condesa” en su espléndida madurez. Y en una obra teatral que es por naturaleza estática, se empeña en crear movimientos artificiales con estos personajes, que parecen ser meros espectadores de la trama. Y lo que es peor, el regisseur hacer gesticular a algunos sirvientes groseramente y con clara intención de burlarse de la sofisticación que en algunos momentos adoptan los seis personajes principales.

Aplebeyar a los personajes

    Una vez aceptadas las licencias a toda luz injustificadas que se ha tomado Christof Loy a la hora de situar caprichosamente la acción de Capriccio en un tiempo y en un ambiente escénico aggiornato, debe señalarse que el director germano ha llevado a cabo un trabajo coherente y bien preparado y ensayado. Empero esta decisión ha traicionado con casi toda seguridad la concepción, la intención y la realización de esta exquisita Konversationsstück für Musik, y eso ha repercutido principalmente en las dos mujeres, sobre todo en el personaje “Clarion”.

    Tanto el nombre como el carácter de dicho personaje están basados en una persona real, una gran actriz francesa, miembro de la Comédie-Française, Mademoiselle Hippolyte Clairon, conocida como “La Clairon” que fue una gran diva teatral muy famosa en el París de la segunda mitad del siglo XVIII. Es difícil pensar que Strauss y Krauss situaran en su ópera sobre la ópera a una actriz de teatro, y no a una prima donna, como un simple detalle secundario, un personaje intrascendente—a la vez que pudiera ser una exhibición de su erudición sobre la historia del teatro en Francia en la década de 1770—y no como parte muy importante de la trama y de la atmósfera en la que quisieron que se desarrollara su ópera. Con la “plebeyización” de die personen, “Clairon” se vulgariza y pasa de ser una celebridad teatral con aristocrática personalidad a una simple estrella famosa del tipo de las que aparecen en las populares revistas llamadas “del corazón”, o en términos de la época rococó, una soubrette

“La Clairon” que inspiró a Strauss era una mujer que coqueteaba—como la “Clairon” de Capriccio—por el puro placer de conquistar hombres, y mejor si estos eran nobles y ricos. Además, era una mujer de una sexualidad descarada—como sabemos por su admirador Voltaire—, algo muy impropio para su época, una especie de Sarah Bernhardt avant la lettre, que todo hace pensar inspiró al viejo Strauss a recordar su capacidad única de poner en música, con elegante picardía y hedonismo, la pasión y el goce sexuales, como demuestran los primeros compases de El caballero de la rosa. La moderna y descocada “Clairon” que quiso poner en escena Loy tiene muy poco que ver con esto, lo que desnaturaliza en gran manera el perfumado coqueteo y explícito epicureísmo sexual que transpira la música de Strauss y las palabras del libreto.

Este intento del director escénico de congraciarse con la época presente afecta también, qué duda cabe, a la “Condesa”. En efecto, sin caer en vulgaridades populistas, la “Madeleine” que se movió con ligereza y naturalidad en el escenario del Real, careció de las maneras majestuosas, refinada elegancia y empaque señorial con que los autores quisieron que se comportara en todo momento su heroína. Explicándolo de manera simplificada, Loy la quiso más a la manera de la “Viuda alegre” que a la de la “Mariscala”.

Empero, es de agradecer que los responsables de esta producción no rizaran el rizo de la improcedente actualización y llegaran hasta el extremo de poner al día hasta la propia conversación, sustituyendo, pongo por caso, al venerable Gluck por los Guns N’Roses y su hard rock sinfónico; y a los parodiados compositores italianos, con Piccinni a la cabeza, por algún rapero tal que Eminem. Espero que el lector no se tome esto como una boutade, vistos los huracanes de frivolidad, ocurrencias caprichosas y absurdas y desprecio a los libretos que corren por el agitado y confuso mundo internacional de la dirección escénica del teatro lírico. Además, es poco coherente que se intente poner al día la escena, el vestuario y los gestos actorales de los cantantes para congraciarse con los espectadores actuales y se deje intacta la conversación, llena de temas y tópicos de la época en que se supone debe suceder ésta, y que es el cimiento sobre el que reposa Capriccio, argumentaciones que quedan muy lejos de los conocimientos e intereses musicales y artísticos del público de hoy día.

    La parte discrepante con la mayor parte de la crítica madrileña prácticamente se acaba aquí. En general, creo que se ha juzgado con acierto tanto al reparto como a la orquesta y a su director, Asher Fish, un buen straussiano. A este respecto, permítaseme que al hablar de una ópera llena de metáforas, recurra a una tomada de la ciencia estadística para tratar de comunicar en breve al lector mi juicio sobre los intérpretes. Para ello puede servirnos la llamada curva de la campana, o gráfico de la distribución estadística de Gauss. Si representamos el número de los intérpretes en la altura de la curva y la calidad de sus intervenciones, de menor a mayor y de izquierda a derecha, en la línea de base, se debería situar a la mayoría de los artistas, incluyendo orquesta y director, en la cúspide o joroba central, que es la media; y en el extremo o cola de la derecha, la de la excelencia, a Christof Fischesser, soberbio “La Roche”, y a André Schuen, extraordinario “Oliver”. En la otra cola, la de menor calidad, se debe colocar a Theresa Kronthaler, “Clarion”, una mezzosoprano que no es tal, sino una soprano corta—lo que quedó en especial en evidencia en la falta del Fa grave en “Der Vorhang ist…”— y a Norman Reinhardt, un “Flamande” de escasa consistencia.

    Claro está que esta distribución de la calidad y excelencia de los intérpretes es algo simplificada y que se deben considerar muchos matices. Principalmente en el caso de Malin Byström, una bella “Condesa” de categoría que se acerca mucho más a la cola de la excelencia de la derecha que al centro de la gráfica que se está utilizando como herramienta para enjuiciar a la compañía de canto. Si bien empezó un tanto fría, fue afianzándose a medida que discurría la representación para acabar en una excelencia bastante señalada. Se trata sin duda de una gran cantante-actriz, con excelente técnica que se hizo evidente en el legato y en la homogeneidad de su voz en los continuos crescendi que Strauss exige a una soprano en la difícil y muy bella escena final. Impecable y muy bien realizado fue el exigente salto de Si a Sol bemol cuando pronuncia el nombre de “Olivier” y los adornos en “beglükende Weiter”. Más a su canto le faltó el terciopelo de la nobleza y algo de fineza y fantasía, sobre todo en el soneto. Su paleta sonora, aunque suficiente, no tiene la cantidad de colores vocales requeridos que hacen de este personaje femenino uno de los mayores logros de Strauss. En verdad que su monólogo final es de una riqueza de sentimientos enorme y que acertó casi siempre a expresarlos coloreando apropiadamente la voz. Más faltó tanto el delicado pathos teatral requerido y la vena irónica propia de Strauss en sus dos últimas frases: “¿Puedes ayudarme a encontrar el final para nuestra ópera? ¿Existe uno que no sea trivial?”

    Sucede, además, que es casi obligatorio preguntarse, dado el romance apasionado de Strauss con la voz de soprano, si el compositor se hubiese emocionado con el canto de Malin Byström. Tengo para mí que no demasiado, pues hubiese echado en falta la majestuosidad, fluidez etérea, flexibilidad y una cierta carnosidad plateada que consideraba fundamental en una soprano.

    Por el contrario, el compositor bávaro sospecho que hubiese disfrutado con Christof Fischesser y con André Schuen. Las voces de bajo y barítono tienen momentos de esplendor y lucimiento en el corpus lírico de Strauss. Doy por seguro que hubiese gozado con la forma en que “La Roche” hacía justicia a su extremadamente amplia tesitura, y hubiera aplaudido su perfecta dicción, su impecable declamación y prosodia y que hubiese notado con rotunda aprobación el sonoro, contundente y firme Mi sostenido grave que puso Fischesser en “wissenden Fachmann”.

    Más matices para retocar la gráfica de Gauss. Sin acercarse a la excelencia del extremo de la derecha como sucede con la “·Condesa”, el director musical Asher Fisch hizo méritos sobrados para figurar escorado hacia el grupo de los mejores. Se mostró buen conocedor de la música de Strauss, atento concertador—ejemplar su control de los dos difíciles  octetos, u octeto en dos partes: “Sie lachen ihn…” y “Aber so hört…”, y en el humorístico de los criados “Das war ein schöner…”—; acertado en el equilibrio entre foso y orquesta, delicado en el acompañamiento –estupendo el solo de trompa y de las cuerdas—a la “Condesa” durante la conversación final consigo misma, “Morgen mittag um elf!”. En el apartado de pegas que impiden calificar de excelente y redonda su dirección, cabe incluir su falta de flexibilidad e inspiración en los momentos en que los grandes directores straussianos parece que borran la barra del compás y dejan fluir la música como un eco, como un susurro a través del cual se oye con nitidez la conversación. Asimismo, faltó la sublime chispa olímpica de Strauss durante casi toda la Mondsscheinmusik.

    No se le escapa al autor de estas líneas el mérito que tiene el Teatro Real al lograr reunir un reparto equilibrado y de calidad media notable, pues no es fácil encontrar cantantes, dado el carácter marginal del repertorio operístico tradicional de esta ópera, que tengan en el suyo los personajes de Capriccio, una ópera que Strauss mismo consideraba que no era para llenar de espectadores los teatros que la pusieran en escena, sino un delicado manjar para paladares cultural y musicalmente educados y exquisitos. En ese sentido, y olvidando el borrón del montaje escénico, hay que señalar que el estreno de esa joya del teatro lírico que es Capriccio en el Teatro Real ha sido un notorio éxito.

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