
La muestra, exigua, mucho menos de lo que Nuréyev hubiera merecido, de verdad, puede contemplarse en la Opéra Bastille de la capital francesa, con la condición de que se acuda a una función, por ejemplo, de La Traviata de Verdi, ahora en cartel.
Por Alicia Perris.
Recordando algunos hitos de la trayectoria de “Rudi”, podríamos decir que nació en un tren cerca de Irkutsk, mientras su madre realizaba un viaje desde Siberia a Vladivostok, donde su padre, militar, estaba destinado. Creció en un pueblo cerca de Ufá, en la República de Bashkortostán. Ya de niño comenzó a bailar danzas folclóricas bashkirias, siendo un bailarín precozmente destacado, con un temperamento pasional e irreductible, que lo acompañaría toda su historia. Un verdadero tártaro, tal como lo fantaseamos en Occidente.
La vida multicultural soviética quedó en suspenso por la Segunda Guerra Mundial, por lo cual Nuréyev no pudo comenzar sus estudios en una buena escuela de ballet hasta 1955, cuando fue enviado a la Academia Vagánova de Ballet, dependiente del Ballet Kírov en Leningrado. Aquí fue discípulo del célebre maestro de ballet Aleksandr Pushkin. A pesar de su comienzo tardío, fue pronto reconocido como el bailarín con más talento que la escuela hubiera visto en muchos años. Después de dos años Nuréyev ya era uno de los bailarines rusos más conocidos, gozando del privilegio excepcional de poder trasladarse fuera de la Unión Soviética. No mucho después, debido a su conducta, no se le volvió a permitir viajar al extranjero, limitando sus actuaciones a giras por las provincias rusas.
Pero en 1961 su vida cambió. El principal bailarín del Kírov, Konstantín Serguéyev, sufrió un accidente y Nuréyev fue elegido para sustituirlo en París. Allí, su actuación impresionó al público y a la crítica. Sabiendo que probablemente no podría volver a abandonar la Unión Soviética después de esta ocasión, el 17 de junio de dicho año pidió asilo político en el aeropuerto de París-Le Bourget. Una semana más tarde, Nuréyev ya había sido contratado por el Grand Ballet du Marquis de Cuevas y se encontraba actuando en La bella durmiente con Nina Vyroubova. De ahí en convertirse en una celebridad viral no hubo más que un “développé”.
Ya liberado de las ataduras de su antigua existencia y sus servidumbres, muchas, durante una gira en Dinamarca conoció a Erik Bruhn, un bailarín diez años mayor que él, que se convertiría en su amante, su mejor amigo y su protector varios años. En la misma época, Nuréyev conoció a Margot Fonteyn, la principal bailarina británica de su época, con la que tuvo una relación profesional y amistosa, muy especial. Ella lo introdujo en el Royal Ballet de Londres, que se convertiría en su base de operaciones durante el resto de su carrera artística.
En 1976 fue Rodolfo Valentino en la película de Ken Russell, pero Nuréyev no tenía ni el talento ni el temperamento para dedicarse al cine. Comenzó haciendo danza moderna en el Ballet Nacional de los Países Bajos en 1968 y en 1972, Robert Helpmann lo invitó a una gira por Australia con su propia producción de Don Quijote, haciendo allí su debut como director.
En los 70, Nuréyev filmó varias películas y viajó por los Estados Unidos en una reposición del musical de Broadway El rey y yo. Su aparición en el programa The Muppets Show, entonces en baja forma, lo convirtió en un éxito internacional. En 1983 fue nombrado director del Ballet de la Opéra de París, donde además de ejercer de director también continuó bailando. A pesar de su avanzada enfermedad hacia el final de su cargo, trabajó incansablemente produciendo algunas de las obras coreográficas más revolucionarias de su época.
Frecuentó a los personajes más míticos de su tiempo y cuando el sida apareció en Francia alrededor de 1982, Nuréyev, al igual que muchos otros homosexuales franceses, ignoró la seriedad de la enfermedad. Supuestamente contrajo el VIH durante el comienzo de los años 1980, pero no se dejó tratar. En su última aparición, en 1992 en el Palacio Garnier de París, Nuréyev recibió una emocionante ovación del público. El ministro francés de cultura, Jack Lang, lo nombró Caballero de la Orden de las Artes y Letras. Murió meses más tarde, a la edad de 54 años, en la ciudad de París, donde ahora esta exposición lo recuerda.
Descansa en el cementerio de Sainte-Geneviève-des-Bois, a tan sólo una veintena de metros de la tumba del coreógrafo Serge Lifar, los dos únicos bailarines y coreógrafos de la llamada escuela de ballet rusa en dirigir el ballet de la prestigiosa Opéra de París.
Las temporadas de 1977 y 1978, viviendo en Londres, cuando iba al Covent Garden a ver las representaciones más icónicas de Nureyev con Margot Fonteyn y Natalia Makarova, no fueron años regalados pero sí felices para mí. Aquella sensación de “nonchalance”, al verlos desplegar sus trajes (¡ah la capa al viento de Nureyev en Giselle!), y batir sus zapatillas por territorios fértiles y efímeros como aquellos, me fortalecieron en la creencia de que, me pasara lo que me pasara en la vida y aunque tuviera que esperar lo indecible, volvería a seguir formando parte para siempre del universo de la danza, la ópera y la música, como hacía tantos años.
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https://www.noureev.org/rudolf-noureev-ballet-paris/