Como apertura del festival que lleva su apellido, el pianista y director de orquesta argentino-isrealí brilló en la primera de sus tres noches dedicadas exclusivamente a Ludwig van Beethoven.
Por Ivan Gordin.
El tamaño estelar de la figura de Daniel Barenboim es capaz de generar el interés de los públicos más disímiles. Dentro de la fauna que ayer habitó al CCK (deliberadamente convertido en un acrónimo vacío), pudo observarse a una colección de celebridades, melómanos de antaño y, claro, los infaltables políticos que buscan aprobación simbiótica en pleno año electoral. Todo esta presión podría conllevar un enorme peso en las manos de cualquier artista, pero no en el caso de Barenboim, un hombre con la enorme habilidad de mantener el equilibrio, incluso en los terrenos más resbaladizos. Con sobriedad y, por sobre todo, con una imposible serenidad, el Maestro recibió brevemente el calor de “su público” y sin ningún tipo vericueto comenzó a interpretar algunas de las sonatas más bellas que se han escuchado en este mundo.
En una atmósfera que osciló entre el silencio absoluto y el tosido invernal, Barenboim inició la velada con dos opus tempranos, la Sonata en do menor n°5, op.10 n°1 y la Sonata en si bemol mayor n° 11, op. 22, ambos correspondientes a un período clásico y con una estructura narrativa característica de este tipo de piezas. Sin partituras en su Steinway y con una increíble naturalidad, Barenboim logró mediar entre la interpretación historicista y la impronta personal, buscando lo inesperado en la previsibilidad formal. Este primer segmento de la noche se destacó por un control inmejorable de las dinámicas, sobre todo en los contrastes entre la mano izquierda y los numerosos trinos que indica la imaginaria parte que el pianista lleva tatuada en su mente.
La segunda parte del concierto encontró al Beethoven romántico y desaforado, aquel famoso por sus motivos intensos y la demoledora mirada de su retrato. Aquí es donde entra en juego la inteligencia de Barenboim, que no solo a través del poder de su talento, sino también por medio de la selección de su repertorio puede homogeneizar a un paisaje variopinto de espectadores en una lluvia de aplausos conmovidos. El intérprete inició esta sección con dos sonatas correspondientes al op. 49, ambas conformadas por dos breves movimientos y cristalizadas en el piano con la mentirosa “facilidad” que supuestamente caracteriza a estas piezas. Barenboim es sin dudas un virtuoso, pero con una virtud diferente, aquella que se caracteriza por elevar a la obra por encima del humano y del esfuerzo deportivo.
Ya con los efímeros habitantes de la sala -ahora oficialmente rebautizada “Auditorio Nacional”- en plena hipnosis musical, el Maestro ingresó al umbral de la genialidad pura con una emocionante rendición de la Appasionata, una sonata que exige el punto perfecto entre el sentimiento y la pericia técnica. Una combinación que Barenboim dejó entrever durante todo el concierto pero que llegó a su epítome en esta pieza final.
No se había terminado de disipar la vibración del último acorde cuando una ola de aplausos irrumpió en toda la sala, un político de turno quiso saber lo que era el clamor popular (o quizás solo el clamor) pero se encontró con algunos silbidos en una plaqueta sin nombre.
El Festival Barenboim continuará dos semanas más hasta el jueves 8 de agosto. El ciclo de conciertos dedicados a Beethoven se completará este jueves y viernes respectivamente. Las siguientes semanas contarán con una serie de charlas y conciertos que tendrán la participación de la WEDO (Western-Eastern Divan Orchestra), y de luminarias tales como Marta Argerich, Rolando Villazón y Anne-Sophie Mutter.