Compartimos un resumen de lo que fue la entrevista a Nelson Goerner para nuestra revista impresa MusicaClasicaBA N°8.
El pianista argentino nos cuenta sobre sus inicios, su primer concierto en el Colón, el gran precio que tuvo que pagar: el desarraigo. Desde su participación en los concursos y su rol ahora como jurado. De su mujer, también pianista y de la constante búsqueda de su propia voz, entre muchas otras cosas.
Desde el comienzo, la familia fue muy importante en tu formación: descubriste el piano en la casa de tu abuela, tu hermana estudiaba, y tus padres te llevaban de San Pedro a Buenos Aires para tomar clases.
Había un piano en casa de mi abuela, ella estudió de grande en un conservatorio privado, inclusive se recibió. Nos sentaba al piano y ahí descubrí el sonido del instrumento.
Luego viajaba a San pedro, en esa época eran más de dos horas, íbamos en tren o en micro. Era una travesía que hacíamos todos los sábados.
¿Pensás que podría haber sido otro instrumento? Si tu abuela hubiera tocado el chelo, por ejemplo…
No creo que fuera pura coincidencia. El azar existe, pero creo más bien en otra cosa: pienso que estaba destinado al piano.
¿Cómo fue esa etapa de formación entre el descubrimiento del piano a tomar las primeras clases?
Se fue dando de una forma muy natural. Empecé con una profesora, Nélida Morresi, que vivía a la vuelta de mi casa. Mi mamá me contó que al poco tiempo le dijo: “Señora, llévelo a Buenos Aires”. Y mis padres, que no tenían ningún tipo de conexión en Capital con el medio musical, decidieron llevarme al Conservatorio Nacional.
Tenía seis años. Me hicieron una prueba de lectura a primera vista y luego tocar algo, ya ni me acuerdo qué. Ahí conocí a quien después fue mi maestro en Capital: Jorge Larrua, y empecé a viajar para tomar clases con él.
¿Se terminaron de convencer después de la muestra en el Conservatorio?
Fue determinante. Y como enseguida conseguí un profesor, fue también un aliciente, pero no sabíamos cómo iba a resultar.
¿Eras consciente de que lo que era un juego tomaba otro color y que sobresalías con el instrumento?
No, de chico todavía no, aunque después me lo decían.
¿Y lo sentías así?
Cuando uno es chico no maneja todo eso de forma consciente o es raro que lo maneje así. La música seguía siendo lo que quería hacer: tocar el piano y venir una vez por semana a Buenos Aires para tomar clases era abrir un mundo nuevo.
El azar existe, pero creo más bien en otra cosa: pienso que estaba destinado al piano.
¿A Chopin lo descubriste de casualidad en la disquería o lo habías escuchado y cuando fuiste quisiste agarrar esos discos?
No, si mal no recuerdo fue en la disquería. Vi el álbum de los Nocturnos por primera vez y los compramos. Antes sí había comprado una compilación de Rubistein de Chopin que amo y que era muy famosa en esa época. Era una selección de piezas, inclusive había movimientos de ciertas obras. Algo que se usaba bastante.
¿Qué fue lo que te atrajo?
Tal vez la tapa me entusiasmó. En la misma época también compramos un disco de sonatas de Beethoven.
Dijiste que los Nocturnos de Chopin se convirtieron en “compañeros de vida”…
Fue un proceso largo porque no empecé a estudiar Chopin enseguida: mi primer maestro privilegiaba más los clásicos, se concentraba en otros autores, algunas sonatas de Beethoven por ejemplo. A Chopin lo empecé a estudiar mucho más tarde.
Y de hecho se te considera, entre tantas otras cosas, como un gran especialista en Chopin…
Sí, una vez que lo descubrí por mi mismo, es decir, no sólo a través de las grabaciones que conocía, se convirtió realmente en un compañero.
Contame de tu primer concierto en el Teatro Colón…
Fue en el año 86, donde debuté con la Filarmónica a los 17 años.
¿Te acordas algo de ese día?
¡Todo! Desde el ensayo general con la orquesta hasta la expectativa de mi familia y de los que ya me venían siguiendo.
Todos vinieron. Muchísimos amigos y también gente que ya me había escuchado en pequeños conciertos. Había tocado, por ejemplo, en el auditorio Promúsica en calle Florida, que creo ya no existe, en el Club Italiano, en el Automóvil Club, que tenía un ciclo de recitales de piano.
Quienes empezaban a conocerme también estaban en ese debut.
¿Estabas nervioso o ansioso?
Estaba ansioso.
¿Y eso se calmó al sentarte?¿Lo disfrutaste o lo sufriste?
No, no lo sufrí. Recuerdo que al empezar me sentía un poco nervioso porque era perfectamente consciente -a los 17 años ya lo sos- de la magnitud de lo que estaba por hacer.
¿Sentías que tenías que probar algo?
Era muy expuesta la situación porque acababa de ganar un concurso: el Liszt -fue la única edición que se hizo-, en el ’86 en el centenario de la muerte del compositor y la distinción principal era justamente ese Concierto en el Colón. Además coincidía con los 40 años de la Filarmónica: una especie de evento del año, y que se le diera la oportunidad a un joven de debutar en el teatro…
¿Recordás las sensaciones después del concierto?
Algunas cosas me gustaron más en el ensayo general y otras más a la noche, pero en general, creo que di todo lo que pude en ese acto.
Ya en el 87 te fuiste a Ginebra… ahí empezaste una relación con el Mozarteum que sigue hasta hoy ¿Qué significó en ese momento la beca?
Fue mi trampolín y lo que necesitaba en ese momento para salir del país y continuar mi formación afuera. Era una beca conjunta de la Fundación Cimae, hoy ya desaparecida, que había integrado un concejo de arte y ciencia cuya presidenta era Martha Argerich, a quien conocí en el ’86 mientras preparaba el concurso Liszt. Ella me escuchó tocar y recomendó que me becaran.
Fue mi primera beca y luego se asoció un año más tarde la del Mozarteum Argentino. Fueron tres años.
Martha Argerich, a quien conocí en el ’86 mientras preparaba el concurso Liszt. Ella me escuchó tocar y recomendó que me becaran.
¿Y por qué Ginebra?
Por una razón primordial: la noche que toqué para Martha Argerich le pregunté dónde me aconsejaba estudiar en Europa porque no conocía nombres de maestros, sólo había oído hablar de algunos pocos. Ella me recomendó ir a ver a María Tipo.
Aparte me pareció interesante seguir estudiando con alguien que fuera una especie de continuidad en cuanto a la formación pianística que había tenido acá.
¿Era discípula del Maestro Scaramuzza también?
No, pero venía de la escuela napolitana en otra ramificación o mejor dicho: Scaramuzza era una ramificación de la escuela napolitana, al revés.
Haciendo un paréntesis, ¿qué te puso más nervioso: tocar en el Colón o delante de Martha?
En el Colón (risas). Tocar delante de Martha no. Fue una reunión que ella quería hacer, muy informal. Al principio había mucha gente que había ido para curiosear o estar cerca de ella, y lo que ella pretendía era tener un acercamiento con los jóvenes. Hacía mucho tiempo que no estaba en el país.
La realidad es que al principio la reunión parecía que iba a ser un fracaso, pero después cambió el clima y al final fuimos unos cuantos los que tuvimos la suerte de tocar para ella.
¿También les dio consejos?
No, ella no lo tomaba como una clase donde tenía que dar su opinión en público. Lo que sí me acuerdo como detalle fue que a cada uno de los que tocamos le decía algo. Cuando toqué, y lo mismo les pasó a los demás, tuvimos una charla casi privada, dentro de lo que la situación permitía porque había muchísima gente. Pero no fue una clase magistral ni mucho menos. Tuvimos la suerte sí de tener un intercambio más bien privado y humano.
¿Cómo fue irte solo a Europa siendo todavía tan joven?¿Sentiste algún desarraigo?
Nunca había estado fuera de mi casa así que fue todo un desarraigo y me costó mucho. Fue un precio alto que tuve que pagar.
Aparte Ginebra, imagino, debe ser una zona fría, otro idioma, otras costumbres, un cambio cultural…
Sí, fue un cambio en todo sentido. Por suerte hablaba francés e inglés, pero nunca había estado fuera de casa, así que tuve que aprender a vivir solo y a asumirme.
Aprender a cocinar…
(Risas) Todo lo que se te pueda ocurrir.
¿Estabas solo o en un complejo con otros estudiantes?
Solo. Lo lamenté al principio porque hubiese sido más estimulante compartir con otros estudiantes. Vivía en una casa de familia donde alquilaba una habitación.
Después, en definitiva te gustó tanto que te quedaste a vivir…
No sólo me gustó sino que ahí se fueron dando pasos importantes en mi vida y mi carrera. En el año ’90 gané el concurso de piano de Ginebra y mi trabajo surgió a partir de eso. Dí mis primeros conciertos. A los dos años, a mis 22, me ofrecieron una cátedra en el Conservatorio de Ginebra que acepté y mantuve por un tiempo, Tuve que dejar la enseñanza por otros compromisos y retomarla mucho más tarde.
En Ginebra conocí también a mi esposa. Ella es de Georgia y estudiaba ahí como yo.
Y esta cuestión de ser un matrimonio de pianistas… evidentemente lo llevan bien: no hay competencia, no hay ego. Al contrario, tocan juntos muchas veces.
Sí, a veces tocamos juntos. No faltó quien me dijera que sería difícil porque imaginaban que podría darse lo que decís: una competencia o cierto recelo de quién hace más o mejor, pero eso afortunadamente no pasó nunca entre nosotros. Al contrario, que los dos seamos pianistas nos da un soporte y afinidad, un sostén muy importante.
Hablábamos antes de los concursos, ¿qué tan importante te parece participar y ganar para forjar o dar un salto en la carrera de un pianista?
Sigue siendo un paso importante, también podemos decir que hay varios pianistas hoy que no pasaron por la etapa casi obligada de los concursos, así que no es algo que se aplique en general. Pero sí sigue siendo una plataforma de lanzamiento con sus defectos y sus virtudes.
Hoy hay mayor exposición. Antes todo eso no existía, ni Internet donde ahora cualquiera baja un video en YouTube y el elemento comparativo se hace más presente.
Te tocó estar del otro lado como jurado. En el de Chopin, que habías participado en su momento como intérprete pero no habías llegado a la final, ¿no había un poquito de bronca? “Claro, ahora me llaman pero antes no me dieron el premio”…
(Risas) Lo pensé, por supuesto y me acordaba de lo que me había pasado a mí. En ese momento lo consideré injusto, así como muchos otros, por lo cual tenía mucho miedo de equivocarme. Tenía miedo de que llegara alguien con una visión completamente distinta a la mía y a pesar de ser convincente no lo pudiera percibir por estar demasiado enfrascado en mi mundo y en mi manera de ver las cosas. Así que eso me acompañó durante todo el concurso. Al dar mi voto y puntuar al candidato en cuestión dudaba muchísimo.
¿Sentiste que fuiste justo y lograste mantener cierta objetividad?
No lo puedo asegurar, pero espero haber sido, dentro de todo, bastante justo.
Decís que lo más importante en un intérprete es encontrar su propia voz ¿Cómo se hace?¿En tu caso, sentís que ya la encontraste?
Es un recorrido muy largo que puede llevar muchos años. En nuestra época es difícil porque vivimos en un momento donde se esperan resultados muy rápidamente. Y eso también atañe al arte y es muy nocivo porque muchas veces un joven gana un concurso, toca durante dos o tres años en los compromisos que el concurso le da y después desaparece. Y muchas veces uno se pregunta por qué desaparecen ¿acaso no eran una promesa? Tal vez sí pero no han tenido tiempo de desarrollarse ni como seres humanos ni como artistas. Es algo que no puede disociarse y entonces muchas veces pasa eso. El medio al que estás expuesto espera de vos resultados inmediatos y esa es una de las mayores dificultades.
Y hoy pareciera haber mucha más competencia…
Siempre la hubo porque basta leer las biografías de intérpretes del pasado, de la época que quieras, y ves que eso es inherente a la condición humana. Pero hoy hay mayor exposición. Antes todo eso no existía, ni Internet donde ahora cualquiera baja un video en YouTube y el elemento comparativo se hace más presente.
Dijiste hace poco que los estudiantes debían evitar caer en ciertas trampas ¿cuáles serían?
En el sentido de que cuando un estudiante ve que surge un pianista o violinista nuevo, por ejemplo, y tiene esa capacidad de hacerse vendible o de tener visibilidad en lo que al marketing se refiere ¿cómo lo convences de lo contrario? De que esa no es la forma y lo imprescindible es que se convierta de a poquito en un verdadero artista y que todo lo demás se verá. Es muy difícil porque hay muchas pruebas de lo contrario: que alguien haga o no una carrera no depende únicamente del talento que pueda tener, depende de muchas otras cosas. Una vez lo dijo Rubinstein: “Hay que estar en el momento justo”, es decir, que te surjan oportunidades, que te hagan construir y te sirvan para construir una carrera, y a muchos no les ha pasado y no fue por falta de talento.
¿Qué opinás de la moda que existe desde hace algunos años en la que pianistas, y músicos en general, además de ser talentosos parecieran estar obligados a darle mucha importancia a la imagen y al marketing?
Hoy se espera, porque el mundo donde vivimos es así, que la persona sea, no solamente súper consciente, preparada, que toque perfecto -el perfeccionismo es otro tema- sino también que sea activo en redes sociales, maneje su imagen y un montón de cosas.
Hay que concentrarse en lo esencial. La propia promoción lleva muchísimo tiempo. Es difícil juzgar. No quiero tampoco que suene a moralista pero reconozco que es una dificultad añadida porque lleva mucha energía que te descentra, te saca de lo esencial y eso es lo que deploro.
Yo siempre traté, muchas veces me costó enormemente, de que todo eso no me distraiga. Mi vida es la música y siempre tuve la ambición y el deseo de convertirme en un verdadero artista, cada vez más grande. Y para eso hay que renunciar a muchas cosas.
Hay que concentrarse en lo esencial. La propia promoción lleva muchísimo tiempo. Es una dificultad añadida porque lleva mucha energía que te descentra, te saca de lo esencial y eso es lo que deploro.
¿Seguís buscando tu voz al interpretar?
Siento que al interpretar tengo mi propia visión y voz, aunque sigo en búsqueda permanente. La búsqueda no para en ningún momento porque si no la cultivás, deja de existir.
¿Cómo se hace para expresar la idea del compositor pero al mismo tiempo aportar la voz propia?
Ahí reside la dificultad. No creo en lo objetivo de la interpretación. Te puedo citar el caso de infinidad de pianistas que creían de buena fe que tocaban lo que estaba escrito y sin embargo escuchás inmediatamente a otro pianista que pensaba lo mismo, con igual buena fe, y suena completamente distinto.
La objetividad es sólo un ideal utópico que no existe. Todos somos subjetivos. En la interpretación es lo mismo. Hay pautas en la partitura, pero como decían los mismos autores: lo esencial no puede expresarse gráficamente. Lo que cuenta es lo que está entre las notas. Ahí reside el arte. Y lo difícil es justamente esa fusión entre lo que creemos que está allí encerrado en la partitura y que hay que ir a buscarlo, nuestra intuición de intérpretes en el trabajo, en la profundización y la búsqueda. Le tenés que entregar tu personalidad, tu sangre, por así decirlo.
La objetividad es sólo un ideal utópico que no existe. Todos somos subjetivos. En la interpretación es lo mismo.
Y eso es lo complicado…
Sí. Esa fusión. Y que el ego o tu propio afán de expresión no entre en contradicción con el espíritu de la obra.
La objetividad es sólo un ideal utópico que no existe. Todos somos subjetivos. En la interpretación es lo mismo. Hay pautas en la partitura, pero como decían los mismos autores: lo esencial no puede expresarse gráficamente.
Grabaste una gran cantidad de discos, con distintos repertorios y músicos ¿Qué es lo que más te gusta de la experiencia de grabar?
Concentrarme por un largo periodo de tiempo en algunas obras, en un autor. Porque por lo general los álbumes hoy tienden a ser monográficos. Y la actividad en el estudio corre paralela a los conciertos, eso hace que se produzca una gran focalización, ya que lo programás para tocarlo en público y así llegar al momento de la grabación con mucha experiencia de haber vivido con esas obras y de haberlas tocado mucho. Eso es lo que más me gusta. Se convierte en una especie de mini universo durante un cierto tiempo.
¿Cuál fue la mayor enseñanza que te dejaron tus maestros?
La honestidad y dedicación hacia la música. Y eso lo transmitió cada uno a su manera, y la fuerza de defender lo que considerás es tu verdad.
Si tuvieras que darle un solo consejo a un estudiante de piano ¿cuál sería?
No dejarse llevar por lo fácil. Muchas veces la superficialidad tiene resultados mucho más rápidos que el camino de la profundización. Es algo que no tiene tiempo.
¿Y qué es lo que nunca hay que decirle a un estudiante?
Se trata de cultivar las condiciones que tiene y no de imprimirle el peso de tu personalidad. Eso es respetar al alumno. Lo que mejor puede hacer un maestro es saber desarrollar las condiciones del alumno, orientarlo, pero no por imposición.
¿Cuál es tu relación con la música contemporánea?
Relativamente poca.
¿Por una cuestión de gustos o de tiempo?
No se puede tocar todo. Y al elegir siempre vuelvo hacia la música con la que tengo mayor afinidad, y ahí la elección se produce sola.
¿Qué obra qué no tocaste nunca tenés ganas de interpretar?
Muchas. Hay varias de Bach que todavía no toqué. También “Cuadros de una exposición” de Mussorgsky, que estudié pero no toqué. Los conciertos de Bartók para piano y orquesta tampoco los interpreté en público.
¿Por qué razón no las has tocado todavía?
Siempre hay una razón por la cual no abordás una obra: a lo mejor no existió esa especie de llamado en el cual decís “este es el momento, puedo probar a ver qué pasa”. Y uno ahí se mete. Pero si ese momento no llega es inútil forzarlo.
¿Tiene que ver con la cuestión de las imposiciones en cuanto a los compromisos quizás?
Imposiciones hay muchas, sobre todo cuando uno empieza. Es lógico que a un joven le van a decir “mirá a nosotros nos gustaría escuchar un programa de Chopin y de Schumann”, y a lo mejor estabas preparando o pensando otra cosa. Sí, eso existe.
Pero hoy por hoy es tu elección…
Hoy por hoy elijo yo. Aunque no soy cerrado a sugerencias, sobre todo si siento que puedo hacer algo.
Por Maxi Luna.