El MET cierra temporada HD Live con Verdi y Massenet

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Met Opera

 

La notable temporada HDLive del Met cerró con dos obras muy interesantes y poco vistas: “Luisa Miller” de Verdi y “Cendrillon” de Massenet.

Y lo hizo con buenas puestas  y directores y muy valiosos cantantes. Corresponde agradecer a la Fundación Beethoven que los presenta en el Teatro El Nacional.

 

 

“LUISA MILLER”

            Es la 15ª ópera de Verdi, contando comon dos difwerentes “I Lombardi alla Prima cruciata” y “Jérusalem”. Data de 1849 y está precedida por “La battaglia di Legnano” y seguida por “Stiffelio”. Y luego, las tres populares: “Rigoletto”, “Il trovatore” y “La traviata”. Verdi tenía 36 años y amplia experiencia desde su “Oberto, Conte di San Bonifacio”  de 1839. “Luisa Miller” también es una de sus óperas sobre originales de Schiller; las otras: “Giovanna d´Arco”, “I Masnadieri” y “Don Carlos”.

            Comenzó “Luisa Miller” a principios de 1849 en París, pero una epidemia de cólera hizo que Verdi volviera a Busseto en el Palazzo Orlandi, acompañado de Giuseppina Strepponi. Y mientras en Sant´Agata iba preparando su casa Villa Verdi y plantando los jardines, fue terminando la ópera. La estrenó el 8 de Diciembre en Nápoles. Si bien ya “Macbeth” había representado un impresionante salto de madurez incluso en su primera versión, “Luisa Miller” es una obra fundamental del desarrollo verdiano. Ya la intensa y ominosa obertura centrada en un tema que se citará en momentos álgidos nos lo indica. Cuando se levanta el telón tenemos por unos minutos la única escena pastoral en toda la trayectoria verdiana, emparentada con “La Sonnambula” belliniana en su estilo. Durante todo lo que se oye después, se alternarán pasajes de melodrama donizettiano con otros que ya son del Verdi maduro, y algunos fragmentos flojos deslucirán lo que en general resulta admirable y profundo, salvo en el Tercer Acto, que es entero asombroso.

            El libretista es Salvatore Cammarano, que también hizo los de “Alzira”, “La battaglia di Legnano” e “Il Trovatore”. Comparativamente, el de “Luisa Miller” es el mejor que escribió (los otros son notoriamente mediocres), aunque no tenga la calidad de Piave en esas primeras épocas verdianas.  Cansa tanta mención de “il Cielo”, de la muerte, o el machismo típico de esa época. Pero tiene un aspecto clave muy bien manejado: el hijo sabe cuál es el secreto que llevó al padre al poder y con eso lo tiene a raya.

            Friedrich Schiller, que vivió entre 1759 y 1805, fue junto con Goethe la figura señera literaria alemana de su época, y ellos dos llevaron el incipiente movimiento “Sturm und Drang” (“Tormenta y estrés”) a su máximo esplendor. Schiller estudió medicina y fue cirujano en el Ducado de Württemberg (capital Stuttgart), donde tuvo ocasión de observar la extravagancia y tiranía del duque. Se interesó en los autores de aquel movimiento y asimiló la doctrina de derechos humanos y las ideas de Rousseau. Tomando a Shakespeare como modelo, los nuevos dramaturgos atacaron el formalismo clásico. Los que iniciaron el “Sturm und Drang” en su mayoría están olvidados ahora, pero indicaron el camino. El “Ugolino” de Heinrich Von Gerstenberg fue un drama intenso sobre la muerte por inanición. La pieza “Sturm und drang” (1776) de Friedrich Kliner dio su nombre al movimiento. Fratricidio en “Los mellizos” de Klinger, matricidio en “La asesina de niños” de Friedrich Wagner, y la importante “Die Soldaten” de Friedrich Lenz, transformada en ópera por Berns Alois Zimmermann y estreno límite en el Colón de Lopérfido.  Por supuesto el joven Goethe fue influido, como lo demuestra “Las cuitas del joven Werther”, base de la mejor ópera de Massenet.

En Schiller la rebelión contra la autoridad está en “Die Räuber” (“Los bandidos”), de 1781, inspiración de “I Masnadieri” de Verdi (ópera que debería rescatarse, no se la ve desde que el Argentino de La Plata la ofreció en la CABA varias décadas atrás). Y en 1783 escribe “Kabale und Liebe” (“Intriga y amor), pieza sobre la cual se basó Cammarano para “Luisa Miller”.  Un joven noble  ocultando su identidad se pone de novio con la hija de un humilde músico, y al final, víctimas de infames intrigas de corruptos oficiales de la Corte, mueren como castigo por ir en contra del prejuicio social. Y hay ataques del autor a la venta de mercenarios para servicios en el extranjero.

 

 

             Por cierto, Cammarano cambia mucho en su libreto. Lo ambienta fuera de Alemania, en el Tirol, en la primera mitad del siglo XVII. Hay un factor interesante: es la primera ópera burguesa verdiana, como lo fueron luego solamente “Stiffelio”, “La Traviata” y “Falstaff”. “Kabale und Liebe” le fue sugerida por Cammarano cuando el proyecto para Nápoles iba a ser “L´assedio di Firenze” del novelista y patriota Domenico Guerrazzi, en la línea de “La battaglia di Legnano”, fruto ésta del clima rebelde de los disturbios europeos de 1848, pero no pasó la censura del Rey Borbón Ferdinando. El propio Verdi había pensado tiempo atrás en “Kabale und Liebe” (era un hombre literariamente culto, entusiasta de Shakespeare, Schiller y Lord Byron). Cammarano, previniéndose de la censura, eliminó parte del conflicto de clases retratado inequívocamente en el original. El título de Walter debió ser bajado de Präsident a Conde, y su hijo debió llamarse Rodolfo en vez de Ferdinando (nombre del Rey). La profesión del anciano Miller se alteró, pasa a ser un soldado retirado. La mayor modificación es la de Lady Milford, que es ahora la Duquesa Federica, degradada a un rol de flanco (no podía haber dos “prime donne” en Nápoles, aunque Verdi lo hubiera querido).

            Como en tantas óperas verdianas, la relación padre/hijo (o hija) es el meollo del drama: “un padre y su hija se enfrentan a un padre y su hijo”, pero con una variante: el hijo rechaza la voluntad del padre.  Miller es el ideal del padre bueno; Walter también desea la felicidad de su hijo, pero basada no en el amor sino en el rango y el éxito material (aunque su propio y mal adquirido poder no lo ha hecho feliz). Rodolfo es honesto y crédulo; Luisa, según Verdi, “ingenua y extremadamente dramática”. Y hay un personaje que prefigura a Iago: el perverso Wurm (gusano). Es curioso que el compositor creó en 1847 una canción, “Il poveretto”, y es la historia de un veterano que habiendo luchado valientemente es ahora un mendigo, pero lo hace con orgullo. Y en el último acto, Miller sugiere que deberían exilarse y mendigar su pan.

            En Schiller había 5 actos y 37 escenas; en Verdi, 3 actos y 7 escenas. Conviene agregar que la relación del compositor con el teatro napolitano era mala; había dificultades económicas y los directores amenazaron a Verdi con la cárcel si se iba de Nápoles antes del estreno. Verdi concilió, pero nunca volvió a esa ciudad.

            Aquí se estrenó “Luisa Miller” ya en 1854, pero el Colón sólo la programó en 1968 con MacNeil, Maragliano, Labò, Rossi-Lemeni, Mattiucci y De Narké, dirigida por Bartoletti y con régie de Puecher. La única otra versión que se pudo ver fue la de Suárez Marzal en el Teatro Argentino en 2004, con un notable trabajo de Gaeta. No está de más recordar que a la gestión de Suárez Marzal se debieron puestas de varias óperas que el Colón desdeñó injustamente programar en los últimos 60 años: “Alceste” de Gluck, “La fille du régiment” de Donizetti y “Lakmé” de Delibes; y su renuncia le impidió concretar un proyecto fascinante: dar en la misma temporada los “Otello” de Rossini y Verdi.

            Tuve tempranamente la primera grabación que se hizo de “Luisa Miller” dentro de la serie Cetra de los años Cincuenta, con un veterano pero sorprendente Lauri-Volpi, Lucia Kelston, Scipio Colombo, Giacomo Vaghi y la dirección de Mario Rossi, pero una sucia mano me la robó años después. Para entonces la ópera se había vuelto a grabar con mejor sonido y admirables artistas: Caballé, Pavarotti, Milnes, Giaiotti y la dirección de Peter Maag (discos London). Y también para entonces (1968) me ocurrió que en el mismo año vi la versión del Colón y meses antes la del Met (en febrero) con un soberbio reparto: Caballé, Milnes, Tucker, Tozzi y Flagello, con la dirección de Schippers y muy linda puesta de Merrill y Colonnello. Antes el Met la había dado en 1929 con Ponselle, Lauri-Volpi, de Luca y Pasero, dirigiendo Serafin. Y después de 1968 la volvió a representar con una magnífica versión que se consigue en DVD: Renata Scotto, Plácido Domingo en plena forma y joven aspecto (tenía 38 años), Milnes, Giaiotti y James Morris, con la dirección de Levine. Y ahora, 39 años después, Domingo (que además la grabó dos veces como tenor) es  el padre de Luisa como barítono a los 77 años.

            Por suerte la nueva producción es respetuosa del libreto; se la debe a Elijah Moshinsky repuesta por Gregory Keller (entiendo que Moshinsky la hizo para el Covent Garden) y cuenta con el gran talento en escenografía y vestuario de Santo Loquasto, bien conocido por los cinéfilos por ser el habitual colaborador de Woody Allen durante varias décadas. Con luces adecuadas para cada acción por Duane Schuler y una positiva dirección para HD de Matthew Diamond, se pudo apreciar una puesta que respetó la tradición pero manejó con intensidad las escenas dramáticas, sin olvidar las necesidades de los cantantes.

            Sonya Yoncheva es la soprano de la temporada y luego de dos Puccini (Tosca y Mimì) debuta como “Luisa Miller” y demuestra ser tan adepta al estilo verdiano como al pucciniano. Una voz sana, atrayente, de amplio rango, aunque no muy personal, y una actuación espontánea que refleja las alegrías y depresiones. Como era de esperar, el tenor polaco Piotr Beczala, seguramente uno de los mejores de la actualidad, que también debutaba el rol, hizo un gran trabajo: voz poderosa y brillante, línea de canto impecable y una presencia escénica que reflejó los altibajos del argumento. Como siempre desde que empezó a cantar como barítono, controversial Domingo; soy de aquellos que no le dan tanto peso a la ausencia de un auténtico color baritonal, ya que todos los otros talentos siguen estando, y esto a una edad donde tal potencia y claridad vocal es fenomenal; y todavía es un actor cantante atento a cada matiz dramático. Claro está que compararlo con el Milnes de la mejor época en este rol devela la diferencia que esa oscuridad de timbre logra, teniendo él también intensa comunicación con el público. Me resultó menos convincente Alexander Vinogradov como el Conde Walter al menos en lo vocal: una voz muy rusa y más bien áspera cuando se necesita un timbre verdiano como el que tenía Giaiotti, aunque actuó bien. Otro ruso fue más eficaz, ya que Wurm acepta esa aspereza, y Dmitri Belosselskiy demostró garra y reflejó maldad en un personaje deleznable pero fundamental de la trama. La Federica de Olesya Petrova tuvo carácter y fue digna rival de Luisa, pero me pregunto qué pasó con las voces italianas: cuatro eslavos en el reparto, ni un italiano. ¿Realmente no los hay o esta preferencia puede deberse a que los eslavos quizá cobren menos? Completó bien otra voz nueva, de grata presencia, como Laura: Rihab Chaieb.

            Bertrand de Billy se ha consolidado en años recientes como director de primera línea en teatros como el Met y la Ópera de Viena. Bien se sabe que tanto el Coro como la Orquesta del Met están entre los mejores del mundo, pero de todos modos en una obra que no es de repertorio mucho depende del director, y éste demostró que no sólo es notable en el repertorio francés: también entiende el lenguaje verdiano, lo sabe transmitir y  maneja bien los tempi, los fraseos y la concentración.

            En suma, sin llegar a niveles máximos, una “Luisa Miller” de categoría.

 


 

 

“CENDRILLON” DE MASSENET.

            En la época del vinilo conocí “Cendrillon” es una muy atrayente versión encabezada por una perfecta Frederica von Stade, Nicolai Gedda, Ruth Welting, Jane Berbié y Jules Bastin, dirigida por Julius Rudel.  Me enamoré del personaje y de la ópera, pero jamás pude verla en vivo (años atrás un amigo me comentó que se habría hecho una función con piano en un pequeño teatro con artistas locales pero no lo pude corroborar) y el Colón la estrenó en su año inaugural en italiano y nunca la repitió, pero algo para señalar es que, como en la versión del Met, el Príncipe es un “trouser role” (como Cherubino u Octavian, una mezzo hace un rol masculino), y en cambio en la grabación es tenor, lo cual es una licencia que se tomaron.

            El mito de la Cenicienta tiene raíces muy antiguas y sólo en Europa hay alrededor de 500 versiones y muchas más a partir de la edad de la Exploración en zonas asiáticas. Pero dos han prevalecido: la sangrienta de los Hermanos Grimm, “Aschenbrödel”, y la mucho más suave y querible de Charles Perrault. En música recordemos los ballets de Johann Strauss II y Prokofiev (ambos se vieron en el Colón) y por supuesto la “Cenerentola” de Rossini.  También hay una ópera de Wolf-Ferrari y un ballet de Frank Martin, y óperas por Nicolo Isouard y Pauline Viardot. La “Cendrillon” de Perrault se publicó en 1697, siendo una de ocho “Historias y cuentos del pasado con moralejas”. De paso, las sandalias no eran de vidrio sino de piel; los traductores confundieron “vair” con “verre”.

            Massenet tuvo los talentos ideales para suceder a Gounod en el gusto de los parisienses: melodista nato, fascinante orquestador, gran dominio de la armonía, podía expresar pasión, intimidad,  espectáculo, situación dramática, todo con igual facilidad. En su época sólo tres compositores pudieron vivir de sus derechos de autor: Verdi, Puccini y Massenet.  Antes de “Cendrillon” ya había escrito “Manon” y “Werther”, sus obras maestras. Su libretista en no menos de cinco óperas, Henri Cain, colaboró con él por primera vez adaptando con fidelidad considerable el cuento de Perrault; innovó en ciertos aspectos: la abuela de Perrault se convirtió en un hada madrina, las sandalias de vidrio además tienen el poder mágico de que su madrastra y sus hermanastras no  reconozcan a Cenicienta en la escena del baile; además la escena del sueño en la que Cenicienta y Príncipe se buscan  y son ayudados por el hada y sus acólitas es un agregado. El estreno fue un enorme éxito y sucedió en Mayo 1899 en la Opéra-Comique, cuyo empresario Albert Carré tiró la casa por la ventana para valorizar al máximo la Escena del Baile y las de fantasía. La obra tiene una sola falla: es algo demasiado extensa y los autores hubieran debido recortar excesos de gorgoritos por parte del Hada Madrina y apurar el encuentro de los enamorados en la escena del sueño.

            Es absurdo que una obra tan grata haya sido olvidada durante tanto tiempo meramente por el cambio de gusto, pero el año pasado gente de gran talento la revivió en París; de allí pasó  al Met; eso sí, con las dos protagonistas de entonces, Joyce Di Donato y Alice Coote, y con la admirable puesta de Laurent Pelly, uno de los pocos régisseurs innovadores pero con talento verdadero. Y fue un éxito en el Met: cómo resistirse a Di Donato, deliciosa y magistral, o a las ideas de Pelly.

            Pelly es responsable de la régie y los vestuarios, pero de gran importancia es el aporte de la escenógrafa Barbara de Limburg: dos paredes laterales y una al fondo enteramente cubiertas por fragmentos del cuento de Perrault en ortografía y rasgos de época, plagadas de puertas por las que entraban y salían  gran  cantidad de personajes durante toda la representación, siempre con un ajuste formidable y dando completo sentido al libreto. Y los trajes de Pelly, grotescos para madrastra y hermanastras, fastuosos cuando Cenicienta va al baile, pintorescos y absurdos en el desfile de candidatas a calzarse la zapatilla, brillantes y bellos en los grandes personajes de la corte, y libreas de fines del siglo XVII para lacayos. Más unos impresionantes vestidos para el Hada Madrina y otros fantasiosos para su séquito. Muy en carácter los episodios de ballet de Laura Scozzi, luces de Duane Schuler que supieron adaptarse a los climas contrastantes del argumento, y una muy buena dirección del HD por Gary Halvorson. Pero además una marcación magistral de cada detalle de los personajes según las peripecias que van ocurriendo. De tal modo que los artistas tuvieron el apoyo ideal para cada escena.

            Conocemos a Di Donato por sus recitales para el Mozarteum en el Colón en tres temporadas y sabemos de su buen gusto, de la amplitud de su repertorio, de su calidad de fraseo, de su timbre cálido y ágil técnica y de su empatía con el público. Pero no hemos podido apreciarla en ópera. Por eso es importante poder evaluar sus trabajos para el Met y comprobar que tiene la versatilidad para ser una notable Adalgisa en la “Norma” belliniana y  una Cendrillon ideal. Es verdad que una gran artista puede conmover incluso en una grabación, y por algo me entusiasmé con la obra gracias a von Stade, pero pasaron décadas y recién ahora pude tener el doble placer de una gran interpretación musical con la teatral, y dos veces, ya que antes del Met conocí la de París. Siempre me sorprendió que ciertas cantantes inglesas o americanas tengan tan buen francés: Baker, Ferrier, Harper, von Stade, Di Donato; pero no al revés: los franceses rara vez logran un inglés fluído. Esa naturalidad en la articulación de una lengua tan eufónica es parte de la batalla ganada; el resto es talento aplicado a la música y al texto.

            Ví a Alice Coote como Octavian en Munich en julio 2014 y me pasó lo mismo que con su Príncipe: una musicalidad fina,  grato timbre, pero no el “physique du rôle”: el Prince Charmant, lo mismo que Octavian, debe ser bello y flaco, como era hace 20 años un Octavian magnífico Anne Sofie von Otter. Pero sin duda un buen trabajo, fuera de este aspecto físico, y muy adecuada colaboración con Di Donato.

             Vayamos al desarrollo de la acción. Ya al principio los y las sirvientes/tas se quejan de “Madame”  y cuando aparece Pandolfe le dicen que “Monsieur” es muy gentil. Pandolfe quedó viudo y tiene una única hija, Lucette, llamada Cendrillon; su padre tuvo la mala idea de volverse a casar con Madame de la Haltière, a su vez madre de dos hijas de anterior matrimonio, y ella resultó ser una arpía; Pandolfe quiere profundamente a Lucette, pero es pusilánime en extremo y Madame lo maneja como quiere (“Altière” sin hache, pero se pronuncia igual, significa “orgullosa”, y lo es tanto que vale como apellido). Sigue un monólogo de Pandolfe (muy bien cantado e interpretado por Laurent Naouri, bajo-barítono) lamentándose; y al escuchar a Madame  huye; y entra ella con sus dos hijas. La madre, que es Condesa, dice a sus hijas Noémie y Dorothée que han sido invitadas por el Rey a un baile en la corte y que podría pasar algo bueno. Stephanie Blythe es una muy amplia contralto tanto en voz como en circunferencia y asumió su personaje odioso con tremenda convicción; además tiene un repertorio gestual muy variado. Y las hijas (lamentablemente no identificadas en la mezquina página de reparto en el programa de mano), que cómicamente aparecen  en vestidos que las hace parecer  embarazadas, cantan bien y se mueven con la absurda “gracia” requerida; sólo tienen un defecto: estas artistas son demasiado lindas para las partes. Son lo mismo que las hermanastras de Cenerentola en Rossini, sólo que allí el malvado es el padre de Cenerentola, no una madrastra. Varios artesanos peinan y visten a las hijas, mientras los sirvientes se burlan. Pandolfe se añade y todos parten al baile. Amplio monólogo de Cendrillon, recitativo al principio, luego aria; y recitativo; lamenta no ir al baile pero valoriza su tarea (la tratan como empleada doméstica), hasta que le da sueño. Y allí aparece el Hada Madrina, rol de soprano coloratura asumido por Kathleen Kim con mucha prestancia y seguridad técnica. Quiere que Cendrillon vaya al baile con espléndido vestido y llama a su lado a hadas, silfos y elfos, que la visten, la llevan en carruaje, la cubren de piedras preciosas; pero a medianoche debe volver. Fina escena coral. Le dan las pantuflas y se ponen en marcha. Pelly pone todo esto con elegancia y buen gusto, aunque simultáneamente volví a la infancia y a la inolvidable película animada de Disney.

            Al iniciarse el Acto II, tras un delicado trío de viola d´amore, flauta y laúd, en la Corte tanto el Maestro de Ceremonias como el Decano de la Facultad y el Primer Ministro tratan de sacar al Príncipe de su letargo melancólico, sin éxito (esto me recuerda al Príncipe triste de “El amor por tres naranjas” de Prokofiev). Cuando se queda solo el Príncipe expresa que si encontrase a la dama de sus sueños olvidaría toda su tristeza y se dedicaría a amarla. Entran el Rey y la Corte y el Rey lo conmina a recibir a las hijas de la nobleza y elegir una esposa. Viene ahora un amplio Ballet en cinco partes, música variada y hábil, simpáticamente bailada. Las hermanastras  hacen un papelón pese a ser instigadas por Madame…y entonces aparece Cenicienta con mágica belleza, y el Príncipe queda deslumbrado. Toda la Corte cree que será Reina. Se van, dando lugar al Dúo de amor de la Cenicienta y el Príncipe, no sin espinas: ella se hace llamar la Desconocida, es un sueño y pronto se borrará, pero luego le dice: eres mi Príncipe Encantador; y él a ella: “te amaré siempre”. Pero suenan las doce campanadas y Cenicienta huye. El Príncipe se desespera y a lo lejos sigue el baile.

            El Primer Cuadro del Tercer Acto se abre con Cenicienta angustiada en la casa de Madame; admite haber perdido la sandalia de vidrio y narra su desenfrenada carrera para llegar a la casa; música agitada y dramática que Di Donato comunicó plenamente.  Entran Madame, las hijas y Pandolfe; Madame insulta a esa desconocida, hace valer grotescamente a su abolengo y ataca a Pandolfe; entra Cendrillon muy pálida y Pandolfe por una vez se impone y echa a las demás. Lindo dúo de Pandolfe y Cendrilllon, que quieren volver a sus bosques. Sin embargo, cuando Pandolfe se va, Cendrillon monologa “Me iré pero sola”; ella escuchó las mentiras de Madame y las creyó: que el Príncipe  la rechaza. Y tristemente evoca su infancia y su madre. “Moriré bajo el roble encantado”, y sale corriendo. En el Segundo Cuadro el Hada Madrina se rodea de Espíritus; no sólo Cendrillon, también el Príncipe se lamenta, pero no se ven pese a estar cerca. Pero sí se oyen, y ella sin reconocerlo lo conmisera y al agradecer él su bondad, ella ahora sí le dice: “Tú eres mi Príncipe encantador”,  que es Lucette, y la Madrina los apoya mientras se duermen arrullados por los Espíritus.

            En el Primer Cuadro del Cuarto Acto nos enteramos por Pandolfe en diálogo con Lucette que la encontraron casi congelada al pie del roble y que durante semanas estuvo cerca de morir, pero ahora se está recuperando, y que ella hablando en sueños mencionó todo lo  que pasó pero Pandolfe cree que fue todo imaginado, y Lucette queda desconcertada. Pero oye voces de sus amigas y decide salir con ellas a cambiarse las ideas. Madame y las hijas entran; la madre les cuenta que un cortejo real pasará delante de la casa y que el Rey ha convocado a Princesas de todo el mundo pero que ella y sus hijas se presentarán a saludar al Rey.  Aparece el Heraldo Real, y allí Lucette se entera que han encontrado su sandalia de vidrio, que el Príncipe quiere encontrar a la desconocida y las Princesas se la probarán; entonces Lucette se dice,”entonces era cierto…”.  En el Segundo Cuadro en la Corte el Príncipe les explica a las Princesas que son muy bellas pero no la que él busca y ama; pero aparece Cendrillon y el Príncipe la reconoce y el pueblo la admite como Soberana. Y Madame, hipócrita, expresa: “¡Lucette que adoro!” Y termina con breve coro la ópera: “hemos querido llevarlos al mundo de las hadas”. Al fin y al cabo, es un cuento de Perrault, y puesto en música por un Massenet inspirado nos emociona. Eso sí, me hubiera gustado un buen castigo para Madame e hijas, como elexilio..

             Falta decir que el trabajo de la Orquesta y el Coro fueron admirables, y que De Billy (porque fue nuevamente él quien dirigió) se siente tan cómodo o más en Massenet que en Verdi.

Pablo Bardin

 

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