«Georg Friedrich Händel había vuelto del ensayo presa de tremenda furia, con el rostro congestionado, abultadísimas las arterias temporales junto a las sienes». Así comienza «La resurrección de Händel», relato del libro «Momentos estelares de la humanidad: catorce miniaturas históricas» del escritor austríaco Stefan Zweig (1881-1942).
A medio camino entre el relato histórico, el ensayo y la ficción, este exquisito libro compila instantes cruciales de la humanidad que significaron puntos clave de inflexión de la historia, catorce momentos escogidos que, en palabras del propio Zweig, son “resplandecientes e inalterables como estrellas, brillan sobre la noche de lo efímero”: el final de Cicerón, la caída de Bizancio, Vasco Núñez de Balboa descubriendo el Océano Pacífico, los pesares de Goethe en la época de su Elegía de Marienbad, el fusilamiento abortado de Dostoievski, el desastre de la expedición del capitán Scott al Polo Sur y la fuga frustrada de León Tolstoi; entre otros.
El cuarto relato de esta colección de piezas históricas es el que a nosotros nos concierne hoy: «La resurrección de Händel». En esta miniatura, Zweig pone la lupa en la epifanía de Georg Federich Händel al momento de componer «El Mesías». Su inicio nos remite a un viernes santo de 1737, época en la que Händel se encontraba agobiado por deudas y extenuado por el agotador trabajo de componer una obra tras otra sin obtener reconocimiento del público.
En este contexto, su criado halla al compositor alemán «inmóvil en el suelo, con los ojos abiertos, como muerto». Tras este episodio, Händel vivió durante cuatro meses sin fuerzas, con una parálisis en la mitad del cuerpo que no le permitía caminar, escribir, ni siquiera hablar. «Cuando alguno de sus amigos hacía música para él, su mirada adquiría un poco de vida y el pesado y torpe cuerpo se agitaba como el de un enfermo durante el sueño. Quería seguir el ritmo de la música, pero los sentidos, los músculos, habían dejado de obedecerle». Tras haber intentado decenas de tratamientos, un médico le recomendó -ante un caso aparentemente incurable- que visite los Baños de Aquisgrán para hacer tratamientos en las aguas termales, que probablemente mejorarían, aunque sea un poco, su calidad de vida. La fuerza de voluntad de Händel fue tal que, al cabo de varias semanas, se había curado, abrazaba otra vez la vida. «He vuelto del infierno», repetía a sus amigos.
La lucha contra la muerte había sido superada. Ahora se encontraba con una nueva (y vieja) batalla: la muerte de la Reina interrumpe las representaciones, comienza la guerra contra España, los teatros permanecen vacíos y sus deudas aumentan sin parar. Händel se siente de nuevo derrotado. «Perdido, desconcertado, cansado de sí mismo, desconfiando de sus fuerzas, desconfiando quizá de Dios, Händel vaga por las calles de Londres hasta bien entrada la noche».
Pero, ¿cómo no iría a sortear esta adversidad un genio cuya monstruosa voluntad lo sacó de la muerte? Una noche, se encuentra con un sobre en su escritorio. En la primera página decía “El Mesías”. «¡Ah, otro oratorio! Los últimos habían sido un fracaso», pensó el compositor. Llevado por su inquietud, pasó a la siguiente página y comenzó a leer. Ya desde la primera lectura se conmovió: Confort ye!, «¡Consolaos!», esta palabra había funcionado como un encantamiento, como una respuesta divina. «Las palabras del texto fueron oídas por Händel como música, remontándose en sonidos, cantando, expandiéndose en el éter. Se sentía subyugado, inspirado; cada palabra le cautivaba con fuerza irresistible. «Así habló el Señor.» ¿No iba esto especialmente dirigido a él solo? ¿No era la misma mano que le había derribado que le levantaba ahora del suelo?». Y allí se topó, sondando infinitamente repetible y transformable la palabra: «¡Aleluya, aleluya, aleluya!”. Sí, había que incluir en ella todas las voces humanas, las claras y las oscuras, las viriles de los hombres y las suaves de las mujeres, ligarlas y superarlas, en rítmicos coros, ascendiendo y descendiendo.
Y así fue cómo recibió el público el estreno de esta sublime composición, de esta obra que salvó a Händel de su profundo abatimiento, porque con ella había conseguido la redención:
«El 13 de abril por la noche, se aglomeraba la multitud ante las puertas de la sala de conciertos. Las damas iban sin miriñaque y los caballeros sin espada, para que cupiera más gente en el local. Setecientas personas, número jamás alcanzado, se apretujaban en el recinto, tan rápidamente se había extendido la fama de la obra. Al empezar a sonar la música se hizo un silencio expectante. Y cuando luego irrumpieron los coros, con huracanada violencia, los corazones comenzaron a conmoverse. Händel estaba junto al órgano. Quería vigilar y dirigir su obra, pero se desentendió de ella, se perdió en ella. Le era extraña, como si no la hubiese concebido, como si no la hubiese oído nunca, como si no la hubiese creado y dado forma, dejándose llevar de nuevo por la propia inspiración. Y cuando al final se entonó el famoso «Amén», sin darse cuenta se le abrieron los labios y empezó a cantar con el coro. Cantó como jamás cantara en su vida. Y después, apenas el júbilo del auditorio empezó a atronar el espacio con sus clamores de entusiasmo, Händel se deslizó silenciosamente afuera, para no tener que dar gracias a los hombres, que querían a su vez agradecerle su obra, sino a la Divina Gracia, que le había inspirado tan sublime creación.»
Leé el relato completo del libro de Zweig en: http://goo.gl/6CBLf7
Por Caro Aliberti.
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