El lenguaje universal para hallar a Dios: la música clásica

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En momento de Coronavirus y de cuarentena, tenemos el tiempo especial y perfecto para dedicarnos a la música, ese idioma universal. Hoy en día las óperas y las orquestas dejaron de ser algo “burgués” o algo que sólo la realeza podía disfrutar. Hoy tenemos en YouTube una infinidad de conciertos y óperas completas. Tenemos Spotify, Apple music, y otras aplicaciones que nos pueden dar todo lo que buscamos. 

 

Por Eduardo Bronstein / @edubronstein. Desde Israel.
 

El escritor Paul Auster, uno de mis favoritos y más influyentes en cuanto a mi escritura, comentó una vez que la literatura es el único espacio en que dos personas pueden encontrarse íntimamente. A ello lo interpreto (con derecho a equivocarme) como si la literatura fuese un lenguaje universal con la capacidad de unirnos en sentimientos. Y aunque cuesta un poco darle la contra a un escritor de tal talla como lo es Auster, me veo en la necesidad de hacerlo. La literatura puede acercar a la humanidad entera y ayudarnos a entender las situaciones, vidas y problemáticas de personas que desconocemos o de sociedades con una realidad muy lejana a la nuestra. Incluso puede darnos comprensión de mundos que sólo se albergan en la mente de ciertas personas. Pero al fin y al cabo, la literatura como un “lenguaje” no puede ser mejor que en su propio idioma. Leer a Tolstoi en ruso o al mismo Auster en inglés jamás se podría comparar con el hecho leerlos en una traducción al español que aunque intente darnos todas las sensaciones y descripciones del narrador, jamás podrán ser exactas como lo son en su idioma original. Y lo mismo pasaría si una novela de Vargas Llosa, García Márquez o Cortázar —que mucha veces el autor juega con su propio idioma— son leídas en inglés. Cada escritor, en su idioma, tiene jergas y estilos que al final son irreproducibles en traducciones. 

Un “lenguaje” universal debe dar a todas las personas una sensación similar y atraerlos como un conjunto hacía el mismo sentimiento del cual luego, cada uno en su idioma, podrá relatar aquella experiencia. Me explico: leer, por ejemplo, cómo maltratan a un personaje y lo golpean hasta hundirle la piel puede causar diferentes sensaciones en cada lector y podemos tener desde el sensible que llora con aquella escena hasta el masoquista que pide más y más. 

Un idioma que nos una, no en palabras sino más bien en sensaciones similares y que nos den al final el mismo placer no puede ser otro que el de la música, incluso por cuanto puede ser oída hasta por un sordo con tan sólo leer la partitura. La música, divina y sublime, que se compone para glorificar a Dios y para darle un alivio al alma (como dijo J. Sebastian Bach) se convierte en el lenguaje universal que tenemos (sí, es nuestro y está a nuestro alcance en tantas interpretaciones!) y aún no hemos aprendido a apreciarlo con todo lo que puede ofrecernos. 

Una persona que lee a un Tolstoi traducido al español jamás podrá entender el sentimiento de una persona que lee a Tolstoi en ruso. Pero una persona argentina que escucha la Obertura 1812 de P. Ilich Tchaikovski, sentado al lado de un ruso, no tendrán porqué tener entendimientos diferente cuando logran apreciar los sonidos y el ritmo. No hay que ser un experto en el compositor o en sus obras como para darse cuenta que la obertura nos dibuja en sus notas la guerra de la resistencia rusa contra la Francia Napoleónica.

Las sensaciones que los instrumentos provocan al unísono son diferentes en cada persona y cada oído queda endulzado a su manera. Sin embargo, no hay una diferencia (abismal) dentro del entendimiento musical de cada persona. Para dejar a entender esto y como anécdota cuento que una vez luego de un concierto de la Filarmónica de Israel en Perú, cuando aún vivía allí, me regresé a la casa en el mismo auto donde viajaba uno de los más influyentes y grandes críticos musicales del país. Conversábamos sobre esa magnífica interpretación que Zubin Mehta había logrado hacer junto con la orquesta del (en realidad) cuarteto para cuerdas No. 1 en Re Mayor Op. 11 Andante Cantabile del ya mencionado Tchaikovsky. Sus palabras y la descripción de lo que había sentido no difirieron mucho con las mías y, aunque yo no estudié música y soy un simple aficionado, pude expresarme con una claridad muy parecida a la suya. Esa noche aprendí gracias a él, que la música es ese lenguaje universal que todos podemos hablar a la perfección si ponemos atención en lo que escuchamos y que además no es necesario ser un experto en el tema para sentir lo que nos quiere dar la partitura.

El cello que tocó Rostropovich durante la interpretación del Concierto para Cello y Orquesta en Si menor Op. 104 de Antonín Dvorak producirá en dos personas totalmente distintas y hasta de dos culturas diferentes el mismo efecto que también producirán los violines interpretando la Quinta sinfonía en Mi menor Op. 64 de Tchaikovsky, y todo ello quedará marcado en la memoria cuando se escuché el coro de la Novena sinfonía en Re menor Op. 125 de L. V. Beethoven. Estas dos personas quedarán afectadas de buen modo y cuando puedan compartir la experiencia de lo escuchado sólo podrán describir “belleza”, quizá en muchas o en pocas palabras, pero al final “belleza” será la sensación provocada en el corazón. Y es que nosotros, los humanos, no estamos programados para entender tanta hermosura. 

¿Cómo es posible no sentir un corazón partiéndose escuchando una Liu desesperada para que el hijo de su dueño no arriesgue la vida o una Lauretta hablando a su padre querido para que tenga piedad? ¿Cómo es posible no sentir el canto de Monserrat Caballé, María Callas, Teresa Berganza o Anna Netrebko en el fondo de nuestro corazón cuando las notas que emanan de su boca son tan puras? ¿Cómo no estremecerse con un Pavarotti o un Enrico Caruso, un Plácido Domingo, un Juan Diego Flórez o un Jonas Kaufmann haciendo papeles idénticos pero siendo ellos tan diferentes? 

La música clásica nos quiebra o nos alienta por igual. La música clásica nos alegra o entristece. La música clásica nos hace sentir empoderados o pobres. La música clásica suena igual y nosotros la sentimos por igual. 

En momento de Coronavirus y de cuarentena, tenemos el tiempo especial y perfecto para dedicarnos a la música y a ese idioma universal. Hoy en día las óperas y las orquestas dejaron de ser algo “burgués” o algo que sólo la realeza podía disfrutar. Hoy tenemos en YouTube una infinidad de conciertos y óperas completas, grabaciones tanto de hace cincuenta años como de hoy. Tenemos Spotify, Apple music, y otras aplicaciones que nos pueden dar todo lo que buscamos. Es ahora, cuando teatros y filarmónicas revelan su contenido gratis por la web, que debemos estar más atentos y darle a nuestros corazones la oportunidad de hallar lo Divino; porque si Dios existe está ahí, en todas las obras de Beethoven, de Handel, de Haydn, Dvorak, Tchaikovsky y demás compositores que no logro terminar de mencionar. Dios está ahí, en el grito de Calaf por el amor Turandot; en la pena que siente Don José cuando se da cuenta de lo que le hizo a Carmén; en lo que sintió Tosca al caer al vació luego de ver a su amante muerto… 

La música clásica es entrar en conexión con lo Divino de forma absoluta. Lo sobrenatural, lo hermoso, lo celestial, todo aquello que puede descender desde arriba, lo encontramos en el sonido unísono de instrumentos y debemos entender que es un regalo para nosotros. Lo Divino está en el sonido, lo humano en la partitura. Se puede explicar de mejor manera diciendo: el hombre propone las notas y Dios dispone a hacerlas sonar. Que este lenguaje universal sea el que nos una como humanidad hoy más que nunca, como lo soñó Beethoven, y que podamos aprender de una vez por todas que la música crea y otorga paz, estando por encima de la razón y la comprensión.

 

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