
Por Pablo A. Lucioni
Fotografías: Arnaldo Colombaroli (Teatro Colón)
Teatro Colón, función del viernes 6/11/2015.
Por primera vez se pudo escuchar en nuestro país esta tan particular ópera de Sergei Prokofiev en idioma original. Los dos antecedentes que hubo en el Colón habían sido con una traducción italiana, que la despoja de algo de su ferocidad e idiosincrasia. Esta no fue una mala producción, pero tampoco conformó lo suficiente.
Definir esta obra no es fácil, en el sentido de que ni siquiera guarda demasiada relación con el resto de la producción operística de Prokofiev. Claramente mucho de lo que la obra transmite, y termina teniendo como esencia, es consecuencia directa de la potencia del material que le digo origen: la novela de Valery Briusov “El ángel de fuego” o “El ángel apasionado” dependiendo de cómo se lo traduzca. La edición todavía circulando en español lleva como subtítulo “Revelaciones ocultistas del siglo XVI”, e indudablemente la cuestión de la posesión demoníaca, lo místico, el ocultismo, y además la atmósfera post-medieval con la presión de la inquisición y una religión entronizada, que es difícil saber si persigue el bien o el mal en su lucha, son todos elementos polémicos que claramente atraían al simbolista Briusov, y que también sedujeron a Prokofiev. Así nació esta ópera, cruda, visceral, difícil de cantar, difícil de concertar, y creada para inquietar, la cual su autor no llegó a ver estrenada en vida.
La versión que presentó el Colón estuvo dirigida musicalmente por Ira Levin, en el último título que conduce con la Estable, pues para la programación de la Temporada 2016 no estará en ninguno. Su enfoque fue interesante, y la orquesta lo siguió bastante bien en una partitura llena de intervalos complejos, cambios intempestivos, patrones rítmicos variables y a veces caprichosos… La protagonista, una soprano exigida de manera extrema y muy continua durante toda la ópera, tuvo en la voz de Elena Popovskaya una buena intérprete, que estuvo muy a la altura de las demandas del rol y que le dio al papel el peso que necesita. También fue bueno el Ruprecht de Vladimir Baykov, con exigencias no mucho menores a las de la soprano. Como pareja central funcionaron bien, y eran totalmente verosímiles en la relación. El tenor austríaco Roman Sadnik, que tal vez no tiene una voz de timbre particularmente atractivo, funcionó bien para transmitir el desquicio y las respuestas cripticas de Agrippa, y puede que un poco mejor inclusive en el rol de Mefistófeles, donde tiene pasajes más cantables, menos exigidos.
El resto del elenco fue bueno en general, cubriendo la mayoría de los muchos roles que tiene esta ópera con cantantes de nuestro medio. La función del 6 tuvo a Cristian de Marco haciendo del Inquisidor. No estuvo mal, pero fue superado en varios momentos por la orquesta. De todas maneras hay que tomar en cuenta la consideración que el mismo Ira Levin hace en la nota suya en el programa de mano completo: en esta ópera hay secciones donde no hay manera de que los cantantes no sean tapados por la orquesta, porque sería no ser fiel a la partitura reducir tanto el caudal del foso como para que las voces se escuchen claramente. Y el caso del Inquisidor (un barítono) al que la progresión de intensidad de la orquesta con bronces, percusión y una densidad no menor de las cuerdas, inevitablemente terminará sobrepasando. En este sentido Agrippa y el Inquisidor deben ser los dos más desfavorecidos.
La puesta en escena de Florencia Sanguinetti tuvo algunas cosas atractivas. Había distintas ideas puestas en juego, a las cuales se les podía reconocer cierto potencial, pero no todas terminaban corporizadas como para llegar a ser realmente efectivas. El espacio multipropósito que se constituyó (la escenografía en sí era de Enrique Bordolini) tuvo una presencia importante de una calesita típica de plaza en tamaño natural, que siempre en segundo plano, en varias ocasiones daba pie a la aparición de un personaje, más el recordar el supuesto origen infantil de toda la problemática adulta de Renata. Se utilizó profusamente el recurso de álter egos, fundamentalmente de la protagonista, que aparecía en su versión niña en distintas actividades, o ya como adulta, en general teniendo conductas eróticas no sugeridas, sino directamente de manoseo y provocación genital a Ruprecht. Algunas de estas intervenciones, inclusive mientras la Renata real estaba cantando, podían entenderse como el funcionamiento en dos planos de la histeria, y eran válidas, aunque terminaba habiendo como cierta arbitrariedad, en el sentido de que no era en situaciones siempre justificables.
En distintos momentos aparecían unos “cafishos” o personajes de arrabal, que parecían representar el mundo masculino, y cierta peligrosidad que por momentos la Renata figurante (álter ego) terminaba aceptando. Fue arbitrario el emplazamiento en el Siglo XX que sugerían esos personajes, o la burguesía urbana que come en el Acto V, y por sobre todo los enfermeros que vienen a socorrer a Ruprecht. La posesión demoníaca, Agrippa de Nettesheim, la leyenda de Fausto, la inquisición, la especificación de Prokofiev del Siglo XVI tal como sitúa la acción Briusov, no toman partido injustificadamente por el renacimiento con resabios de oscurantismo, sino que son hechos todos que confluían en esa época. Pierden total vigencia y articulación al extrapolarlos temporalmente. Es verdad que algunas de las temáticas pueden ser universales, pero no cuando están tan contextualizadas como en este caso.
Y junto a esa, la más radical de las decisiones no justificables, aparecen otras, que funcionalmente no hacen fácil entender cosas que pasan. En el Acto III, entre las dos escenas se supone que hay un intervalo. Acá se dan con solución de continuidad, el Ruprecht de verdad va y se queda tirado sobre el lado derecho, mientras en segundo plano dos hombres se pelean (de los cuales se entiende que uno sería él, pero fisonómicamente no coincide), siendo el teórico duelo entre él y Heinrich. La acción termina desordenada y no es fácil seguir narrativamente los acontecimientos. Ya después, en el Acto IV, lo que se supone que es una plaza con una taberna, de impronta mucho más popular, acá parece un restaurante sofisticado con gente muy bien vestida (además de otra época). Que en una taberna modesta en el Siglo XVI sirva también el hijo del tabernero es una cosa, pero que un chico de unos diez años esté vestido como un mozo elegante y aparezca solo como si fuera quien atiende ese restaurante, confunde mucho, y vuelve inverosímil una escena que jugada de otra forma no lo es tanto.
La ópera se ofreció con un solo intervalo, pero para la segunda parte bastante del público ya no volvió. Indudablemente El ángel de fuego no es para el gusto de cualquiera, y tal vez la puesta no ayudó a mitigar cierta brutalidad natural y áspera que tiene la obra. Musicalmente fue buena, pero difícilmente vaya a quedar como uno de los puntos fuertes de esta temporada.
© Pablo A. Lucioni