Te explicamos cómo el mítico compositor alemán influyó en una de las bandas sonoras fundamentales de la historia del cine y cambió para siempre la forma de entender la epopeya de J.R.R Tolkien.
Por Iván Gordin.
Hace 30 años, la sola idea de una adaptación cinematográfica de El Señor de los Anillos podía entenderse apenas como un esfuerzo optimista de algún lector fanático. La imposibilidad de llevar al cine una de las obras literarias más grandes del siglo XX no residía únicamente en las más de 1400 páginas de extensión del libro, sino que también implicaba el desafío audiovisual de llevar a la pantalla un mundo repleto de lugares y seres fantásticos.
La existencia de la Tierra Media no solo dependía de los avances tecnológicos en efectos especiales, sino de la visión y el compromiso de cineastas dispuestos a transponer la narrativa de Tolkien (pausada y muy descriptiva) en términos cinematográficos. En otras palabras, se necesitaba de un milagro. Y ese milagro vino del lugar menos pensado: el cine de terror neozelandés.
A mediados de los noventa, y con solo algunos pequeños films de culto en su currículum, Peter Jackson y Fran Walsh se hicieron con los derechos para adaptar El Hobbit y la trilogía compuesta por La Comunidad del Anillo – Las Dos Torres – El Retorno del Rey. Sí, el proyecto cuya dificultad solo parecía ser superada por una larga caminata a Mordor iba a llegar finalmente a la pantalla grande. Pero para ello, Jackson y Walsh necesitaban pensar y resolver diferentes complejidades, entre ellas: ¿Cómo debe escucharse un universo que nació a partir del canto?
La música tiene un rol central en el relato de John Ronald Reuel Tolkien (Sudáfrica, 3 de enero de 1893). De hecho, es una de las razones por la cual esta mitología es tan espesa y tangible. La Tierra Media es un mundo construido, literal y metafóricamente, a través de canciones y poemas.
Al igual que en la Edad Media, son los bardos los encargados de contarnos las historias y leyendas que edifican la cultura de cada pueblo. El filólogo de Oxford no se limitó a usar la música como artificio literario, sino que en su libro póstumo, El Silmarillion (algo así como La Biblia de todo el mythos) nos describe que el génesis de su universo empieza con la armonización del canto de los Ainur, los seres primordiales y que el mal, claro, empieza con una desafinación.
Entonces las voces de los Ainur, como de arpas y laúdes, pífanos y trompetas, violas y órganos, y como de coros incontables que cantan con palabras, empezaron a convertir el tema de Ilúvatar en una gran música; y un sonido se elevó de innumerables melodías alternadas, entretejidas en una armonía que iba más allá del oído hasta las profundidades y las alturas, rebosando los espacios de la morada de Ilúvatar; y al fin la música y el eco de la música desbordaron volcándose en el Vacío, y ya no hubo vacío.
(La música de los Ainur, El Silmarillion, J.R.R Tolkien)
Entonces, el problema de componer para El Señor…no refiere solo al estilo y al acompañamiento dramático de una imagen, sino al objetivo de transmitir la importancia del concepto del sonido en una obra silente. Tarea no menor si además se tiene en cuenta que una producción de este tamaño tiene detrás la presión de capitales que exigen el rédito de una inversión millonaria.
Walsh y Jackson no podían gastar 9 horas de metraje y 280 millones de dólares en un cuento narrado en prosa, pero tampoco podían dejar afuera un aspecto esencial de los libros. Por suerte, el genio de Howard Shore (Toronto, Canadá; 18 de octubre de 1946) entró en escena, solucionando y creando, al mismo tiempo, uno de los mayores logros de la historia del cine.
Shore, habitual compositor de los filmes de David Cronenberg, encontró la respuesta al dilema en una de las inspiraciones del escritor inglés: El anillo del nibelungo.
Tolkien, siendo un académico estudioso de culturas europeas, tomó como base para su obra la mitología de las sagas nórdicas; estas mismas sagas sirvieron como argumento para la creación de los cuatro dramas musicales concebidos por Richard Wagner (Leipzig, 1813) en 1876.
Shore no tomó solo la estética formal de la épica wagneriana, sino que tomó prestado un concepto previamente elaborado en la ópera y el cine pero completamente reconfigurado por el compositor sajón: el leitmotiv. Un elemento cuya traducción literal sería “motivo principal” y conjuga a la perfección la función narrativa con la construcción musical.
Para decirlo mal y pronto, en la música, el leitmotiv es cuando a un personaje, objeto, lugar o idea se le asigna una melodía, un ritmo o armonía particular. Esto es más común de lo que pensamos; por ejemplo, John Williams ha utilizado este recurso en sus trabajos al punto de que podemos reconocer inmediatamente en nuestro oído a Superman, Darth Vader e Indiana Jones.
En la ópera también hay precedentes en El Orfeo de Monteverdi o en algunas obras de Gluck. Sin embargo, Richard Wagner no utilizó al leitmotiv como simple artificio para el reconocimiento inmediato de un personaje o la repetición de una frase musical, sino que se basó en este concepto para estructurar las cuatro partes que componen su drama musical.
Es decir, no intenta imitar los sonidos de la cotidianeidad, sino que trata de evocar las propiedades mismas del objeto, convirtiéndose así en parte integral del relato. Melodías y texturas se complementan, yuxtaponen, solapan, se cruzan en cientos de combinaciones posibles.
Por ejemplo, el fuego tiene su motivo y mientras crece su poder de destrucción el movimiento de la frase asciende y se amalgama con el motivo del amor hasta llegar a la cima, el paraíso, el Valhalla. Como podemos ver, al igual que Tolkien la música es el elemento esencial que lleva adelante narración, no es un aspecto anecdótico.
Con este precedente, Howard Shore redobló la apuesta de su contemporáneo John Williams y bebió directamente de la fuente de Wagner para componer la banda sonora de El Señor de los Anillos. Uno de los casos ejemplares de ello es el tema de La Comunidad del Anillo.
Para los que no hayan leído el libro o visto las películas -¿en qué planeta viven?-, la comunidad es el grupo de personajes principales compuesto por enanos, magos, elfos, hobbits y humanos encargados de destruir el anillo único en la Montaña de Fuego. El primer film nos cuenta cómo este “equipo” se une y luego -spoiler- se desintegra hacia el final; por eso, para este fin, Shore armó y desarrolló la melodía en base a diferentes leivmotivs relacionados con personajes y lugares.
Por ejemplo, la primera vez que lo escuchamos es en La Comarca (el pueblo de los hobbits), lugar que ya tiene su tema y que transiciona lentamente hasta una versión con menos instrumentos y dinámica más suave de La Comunidad…. Esto es inmediatamente contrastado por una variación grandilocuente del tema, haciendo alusión a la cabalgata de Gandalf, el gris. Lo que continúa es una variación rítmica y orquestal (se triplican los vientos) con el agregado al grupo de “Trancos” (es decir, Aragorn).
El tema, en su forma completa y terminada, lo podemos escuchar en el cónclave de Rivendel, cuando se oficializa el ensamble de todos los personajes y su objetivo final. Esta frase se va a volver a escuchar durante toda la trilogía con mutaciones en diferentes estilos y según la suerte de nuestros protagonistas.
En tiempos de desesperanza, de escape, de optimismo, de gloria, etc; pero nunca como emulación explícita, sino como subtexto dramático. El espectador infiere el significado de la escena a través de la música.
La influencia de Wagner es tal que, a modo de guiño, el mismo Shore incluyó en los créditos finales de El Retorno del Rey incluyó el fraseo de El ocaso de los dioses, la última parte de la saga de Wagner.
El catálogo de Shore es tan extenso que podríamos estar días analizando su obra, pero tan solo basta con un primer acercamiento para comprender que su obra de una genialidad tal, que emularla sería tan o más difícil que matar a un Nazgul.
De alguna manera, la lección que nos deja Shore es que la escisión temporal en nuestros hábitos de escucha no es tal como la pensamos. Solo hace falta una pequeña mirada en profundidad para entender que posiblemente aquello que entretenía y maravillaba al público del siglo XIX es similar a lo que disfruta la gente en el siglo XX y XXI: una buena historia.