Milenios atrás, los escritores griegos sostenían que la música poseía cualidades morales y que era capaz de afectar el carácter y modificar el comportamiento de las personas. Esta teoría cuadraba con la concepción pitagórica de la música como un sistema de alturas de sonido y ritmo, regido por las mismas leyes matemáticas que obran en el mundo visible e invisible. La música podía, por lo tanto, penetrar y armonizar el alma a través de relaciones numéricas.
Aristóteles explicaba, mediante la doctrina de la imitación, la forma en la que la música podía actuar sobre la conducta. Afirmaba que ésta imita los estados del alma o las pasiones: la ira, el valor, la dulzura, la templanza… Por lo tanto, cuando alguien escucha una música que representa cierta pasión, se verá afectado, imbuido, por esa misma pasión. Sostenía que, si durante mucho tiempo se escucha la clase de música que despierta pasiones innobles, el carácter y la personalidad se estructurarán según una forma innoble. Y también, claro, a la inversa: si escucha la clase idónea de música, tenderá a convertirse en la clase idónea de persona.
Ambos filósofos concordaban en que la manera de producir la clase idónea de persona era mediante un sistema educativo público cuyos dos pilares fundamentales fueran la música y la gimnasia. La primera para disciplinar la mente, la segunda para disciplinar el cuerpo. En «La República», Platón insiste en la necesidad de un equilibrio entre estos dos elementos: demasiada música tornará al hombre «afeminado o neurótico»; demasiada gimnasia lo volverá incivilizado, violento e ignorante. «Quien mezcle música y gimnasia en las proporciones más justas y quien mejor las haga armonizar con el alma, podrá ser llamado con justicia un músico verdadero». Además, aseguraba que debían prohibirse aquellos instrumentos que servían a la diversión y a la ceremonia ritual. Un claro ejemplo de estos era el aulos, instrumento de viento que consistía en dos tubos agujereados con tres a seis orificios, de lengüeta doble, fabricado con caña, madera o marfil; se utilizaba para la glorificación del culto orgiástico de Dioniso.
Según estos antiguos pensadores, no todos los tipos de música resultaban apropiados: debían evitarse las melodías que expresaran suavidad e indolencia en la educación de aquellos que debían ser formados para convertirse en gobernantes. Los modos apropiados eran el Dórico y el Frigio, ya que promovían virtudes como el valor y la templanza. El resto de los modos debían ser excluidos, así como también los estilos que utilizaban multiplicidad de notas, mezcla de géneros, la música instrumental complicada y las interpretaciones virtuosas. La frase «dejadme hacer las canciones de una nación y no me preocuparé por quien haga sus leyes» expresaba la máxima política platónica. Sostenía que los cimientos de la música no debían cambiarse una vez establecidos, ya que la ausencia de reglas en la educación y el arte conducía hacia lo anárquico en la sociedad.
Aristóteles, en su «Política», fue menos restrictivo que Platón en lo que atañe a determinados ritmos y modos. Admitía la música con fines recreativos, para la diversión y el goce intelectual; y sostenía que las emociones como la pena y el miedo se pueden extirpar a través de la música y del drama. No es necesario remontarse a la antigüedad para referirse a la censura en la música. Tanto en Atenas como en Esparta, la música estuvo reglamentada en las primeras constituciones. En siglos posteriores, los escritos eclesiásticos advertían contra tipos específicos de música. Sin ir más lejos, la censura siguió vigente en el siglo XX, donde las dictaduras han intentado controlar la actividad musical de sus pueblos. Miles de años más tarde, seguimos reconociendo el poder transformador de la música.
Por Caro Aliberti
Fuente: GROUT, D.; PALISCA, C. – HISTORIA DE LA MUSICA OCCIDENTAL (VOL. I)