Buena versión musical de Giulio Cesare sobre una propuesta escénica de cotillón.

Imagen de Buena versión musical de Giulio Cesare sobre una propuesta escénica de cotillón.

Teatro Colón, función de Abono Nocturno Tradicional, 09/06/2017

Ph: Arnaldo Colombaroli

La programación del Giulio Cesare in Egitto de Händel dentro de la temporada lírica del Colón, con varios interesantes cantantes, proponía ser uno de los puntos fuentes de la temporada. Lo musical, y en particular las voces, rindieron muy bien, pero el enfoque escénico, para amenizar las casi cuatro horas de música, optó obstinadamente por el entretenimiento simpático y no por la profundidad.

 

Dado que está hecha para que se hable de ella, es razonable empezar por la puesta de Pablo Maritano. Sin entrar en largas justificaciones teóricas, y sobre todo porque en estos días se ha escrito mucho, y muy variado sobre el tema, lo que sí es un hecho es que la música barroca no es una sola. La ópera barroca no puede generalizarse, ni en cómo es ni en cómo se interpretaba, porque fueron más de ciento cincuenta años de producción en distintos países, y tuvo características e improntas muy diferentes. Se puede decir lo que se quiera, pero Giulio Cesare in Egitto es un dramma per musica (ópera seria), compuesta para Londres, y cierta idea de la convivencia entre drama y situación bufa, que el mismo Maritano en el programa, y otros, sostienen, no sería realmente aplicable, al menos como tal. Él ha sabido ingeniosamente dar vida y actualidad a otras obras, tanto del barroco como del clasicismo, pero el reblandecimiento que le genera a esta obra de Händel no es efectivo.

La puesta no molesta por la trasposición temporal, o la mezcla, que a esta altura ya no asustan a nadie. Irrita porque parece entorpecer regular y reiteradamente el fluir del drama. Preocupa porque parece creer tan poco en el poder de la obra en sí, que se ve en la necesidad de llenarla de detalles de cotillón, y supone que el público no la soportaría si no fuera con permanentes gestos superficiales, y muchas veces de tono infantil, que la amenicen. ¿Para qué tomar la dirección escénica de una obra en la que se cree tan poco? Esa sería la gran pregunta.

Como bien aclara el libreto todo transcurre en “Alejandría y alrededores”. Por supuesto que ahí no hay ninguna pirámide a menos de 200km, que en esas tierras no se sabría nada del Islam ni del mundo árabe que se parodia por no menos de seis siglos. Si su puesta de El Rapto en el Serrallo de 2012 usaba muchos de estos elementos eficazmente, acá su reciclado parecía un capricho, como insistir con la llegada en avión, que encima vimos en el título anterior de la temporada. El mundo árabe no es todo de ricos petroleros y mujeres que compran en Gucci: en el Egipto actual no se da visiblemente ninguna de esas cosas. Se mezcla todo con excesiva irreflexión, ¿con qué fin?… ¿Causar gracia y amenizar una ópera seria? Pero además, consciente o inconscientemente, hay una apuesta al bajo discernimiento del público, eso es lo único que podría aceptar esta convivencia forzada sin algún escozor.

Todo fue con una estructura escénica de base que se veía como una mezcla entre la pirámide masónica del dólar y el mausoleo a Lenin. Esta sombría construcción giraba sobre el disco del escenario, mostrando distintas facetas, y teniendo un gran escalón de un lado, que generó escenas a varios metros del piso que perjudicaban la acústica y la visual. Fue una puesta cara, de mucho y dudosamente necesario despliegue, con elementos que apenas estaban en escena y que sin duda habían tenido un buen costo de realización. El telón dorado de estilo veneciano, un macro-estandarte romano bien construido pero que estaba totalmente en las sombras y casi no se veía, toda una especie de hammam, la habitación de Lidia… muchos detalles bien y costosamente hechos que en general aparecen sólo unos pocos minutos en escena.

Regularmente, parte de la amenización se entiende, hay números o situaciones simpáticas de baile, que en la mayoría de los casos son apenas unos pasos simples que cualquier alumno de una escuela de danza puede aprender en una clase. Pero para eso se contratan un coreógrafo y bailarines profesionales. ¿No es cuando menos un mal uso de los recursos?

Muchas veces se generaba acción en proscenio delante de alguna de las cortinas, dorada o roja, que se bajaban para permitir un cambio escenográfico, pero con un nivel de ruidos y habla internos que generaban una tremenda distracción.

Las arias da capo en general tenían un quiebre escenográfico que les quitaba continuidad. ¿Por qué? ¿Porque se supone que son aburridas? Nada lograba desarrollar vuelo dramático, toda la acción circundante, lejos de ser colaborativa, distraía. Y permanentemente eso, el movimiento, la “actividad” per se, no en pos de un objetivo narrativo alineado con la obra… eso es ruido.

 

 

A pesar de todo esto, la versión musical fue válida, aunque careció de un sustento argumental teatral que la potenciara. La Cleopatra de Amanda Majeski fue estupenda, con una voz fluida, bien interpretada, y mostrando una rotunda presencia en escena.

Nuestro compatriota Franco Fagioli, con bastante éxito en el exterior, cumplió bien con las altas demandas de la escritura del papel de César. Sus agudos brillaron ágiles en este rol que maneja a la perfección, aunque escénicamente no fuera tan substancial en la piel de este gran personaje histórico. Flavio Oliver, a quien se pudo ver hace algunos años asumiendo el mismo papel en el Teatro Argentino, fue un Tolomeo cantado con plenitud, y a la vez muy desenvuelto en el escenario. Siendo además actor, siempre está dispuesto a las más exigentes y variadas propuestas de tipo acrobáticas, y aquí lo hizo también. Jake Arditti fue un excelente, vocalmente impecable y homogéneo Sesto, que se conjugaba perfectamente con Adriana Mastrangelo, haciendo de su madre, la sufriente Cornelia. Ambos, tanto en dúo como separadamente, fueron muy sólidos en lo vocal. Hernán Iturralde cantó un potente y convincente Achilla.

La dirección musical estuvo en manos del austríaco Martin Haselböck, quien días antes del estreno había dado muestras de otra de sus facetas musicales, como organista, con un concierto en el CCK. Su preparación de la Orquesta Estable fue buena, considerando que además de resolver multitud de cuestiones estilísticas es una especie de tour de force por la enorme longitud de la partitura. La obra sonó prolija, en estilo, con buenas intervenciones como el solo de corno en el “Va, tacito…”. Algunos podrán objetar que lo instrumental tenía un color más bien opaco, a diferencia de otras sonoridades barrocas históricamente informadas, y que la elección de algunos tempi carecía de vivacidad. Pero todo eso sería discutible, y depende bastante de gustos y opiniones personales. La lectura de la obra, como tal, era válida. El rendimiento parejo de las voces también es un mérito de la dirección musical.

En definitiva, musicalmente fue valioso lo que se consiguió. La anodina propuesta escénica, aunque en cierta medida fue aceptada por el público, hace pensar en la oportunidad que se perdió de ver una puesta que colaborara con el drama, aún con algún momento simpático, y no esta desatención general de la forma y el contenido, que la volvió barroca, en el sentido menos favorable del término.

 

© Pablo A. Lucioni

Leer anterior

Heterogénea propuesta del Ciclo Sinfónico en el Auditorio Nacional de Madrid

Leer siguiente

Miumis se suma a nuestra tienda.

Más publicaciones