En estas últimas semanas hubo una bienvenida y poco común abundancia de conciertos corales, en su mayoría acompañados por orquesta sinfónica. Y además con mucha innovación. Haré el comentario cronológicamente.
(Nota del editor: por su extensión dividimos esta nota en dos partes, en esta primera entrega compartimos la reseña de los conciertos realizados en el CCK).
Por Pabo Bardin.
Octubre 23, Ballena Azul, CCK. Ars Hungarica ha realizado una magnífica obra de divulgación a través de muchos años, con la conducción artística de Sylvia Leidemann. Este año ofreció conciertos variados en muchos ámbitos; el más importante fue el que comento. La artista también conoce profundamente el repertorio barroco latinoamericano y lo ha interpretado desde hace varios lustros. Su conjunto vocal de cinco solistas Elocuencia Barroca cantó “Angélicas milicias”, obra muy expresiva de Tomás Torrejón y Velasco (1644-1728), español que trabajó en Lima y Guatemala y que escribió “La púrpura de la rosa”, ópera de 1701 sobre texto de Calderón de la Barca (está grabada). Dirigió Javier Escobar. Las otras dos piezas elegidas incorporan la influencia de la música negra y son divertidas, rítmicas…y barrocas: “Los coflades de la estleya”, de Juan de Araujo (1648-1712, español que vivió en América; muchas piezas suyas fueron grabadas por el Conjunto Elyma de Garrido) dirigido por Leidemann, y un guineo (canto negro, obviamente derivado de Guinea) del portugués Gaspar Fernández, que estuvo varios años en Oaxaca, México (hubo percusión negra en el acompañamiento); dirigió Gustavo Felice. Versiones frescas y comunicativas.
Hace años que Leidemann realiza investigaciones en el archivo luterano de ciudad de Sopron, cercana a la frontera austríaca, y ha rescatado un valioso e inédito repertorio de música barroca. Una orquesta barroca con instrumentos de época (concertino Gastón Gerónimo, Uruguay) ofreció una muy grata Suite de danzas de Johann Pachelbel (1653-1706), de quien generalmente sólo se conoce un muy divulgado Canon y Giga original para tres violines y continuo pero orquestado en el siglo XX; sin embargo compuso una enorme cantidad de música para órgano (“96 fugas sobre el Magnificat”) y clave (36 suites) y mucha está grabada. Siguieron tres danzas anónimas muy bien escritas. Y luego, todo un descubrimiento: de Benedek Istvánffy (1733-78), “Beata Vergine Maria”, bello ofertorio con coro y apoyo instrumental, ya en el clasicismo. En mi catálogo de CDs figuran dos misas suyas en Hungaroton. Todas versiones de calidad y estilo dirigidas por Leidemann.
Si hasta ese momento habían intervenido dos coros de alumnos del Conservatorio J. J. Castro y el Coral femenino Hungaria, dirigidos por Leidemann, en la parte final, dedicada a Kodály, se añadieron dos coros dirigidos por Gustavo Felice: el de la Catedral de San Isidro y el Goethe; y la soprano Mercedes García Blesa. Pero antes el notable organista Enrique Rimoldi pasó un mal rato tocando el “Ite missa est” de la Misa brevis de Kodály, porque alguien había cambiado los registros que el organista había dispuesto en el órgano Klais, y así fue y fuimos sobresaltado(s) por un fortissimo de cinco efes. Al terminar la pieza, visiblemente preocupado indicó a Leidemann que le diera unos minutos para poner las cosas en orden, ya que luego acompañaría (y muy bien) el poderoso “Pange lingua” (1931) de Kodály, una de sus numerosas obras maestras corales (pocos compositores del siglo XX se sintieron tan cómodos en la textura coral como él). Allí la unión de los coros tuvo fuerte impacto y así el concierto tuvo un final intenso.
Octubre 25, Ballena Azul. Es opinión aceptada que el Estudio Coral de Buenos Aires dirigido por Carlos López Puccio es nuestro mejor coro de cámara, y concuerdo. Este recital, que con algunos cambios fue repetido seis días más tarde concluyendo la temporada de los Conciertos de Mediodía del Mozarteum, lo corroboró. Y sus características fueron las de siempre: a) repertorio renovado y difícil; b) óptima preparación, mezclando voces masculinas y femeninas; c) presentaciones humorísticas pero útiles del director; d) cantantes profesionales de primera línea; e) eclecticismo.
López Puccio ha llevado de frente dos vidas disímiles: ser miembro de Les Luthiers y ser un extraordinario director de coro. En esta “segunda vida” sus conciertos son una garantía hasta para los más veteranos melómanos: conocerán música valiosa en versiones relevantes, y con frecuencia escucharán obras de compositores a los que ni siquiera oyeron nombrar. Y volvió a ocurrir ahora, cuando mantiene toda su contagiosa energía habiendo pasado la barrera de los 70 años.
Los 32 cantantes incluyen a muchos coreutas que también son solistas; y en este programa tuvieron en algunas obras la impecable colaboración de Federico Ciancio en piano y órgano. No hubo intervalo.
Ya de entrada tuvimos a un compositor ignoto (al menos para mí): Ralph Manuel, nacido en 1951, con un bello “Alleluia” tonal de 1987. Fue un magnífico descubrimiento el “Ecce vicit leo” para doble coro de Peter Philips (¿1560?-1628) en perfecto estilo San Marcos de Venecia, siguiendo el ejemplo de los Gabrieli; estupendo el coro. La obra es una antífona de 1613 dentro de una serie de “Cantiones sacrae” publicadas por Phalèse en Valonia, y es notable que Philips estuviera tan al tanto de aquel estilo, ya que no fue a Venecia; aunque era inglés vivió la mayor parte de su trayectoria en Valonia. Hay al menos cuatro grabaciones de esta partitura.
Un total cambio de estilo pero también a 8 voces: “Der Tod, das ist die kühle Nacht” (“La muerte es la noche fría), op. 11 Nº1 (1871) de Peter Cornelius (1824-74), conocido en Alemania por su ópera “Der Barbier von Bagdad”, fina ópera bufa (magnífica grabación dirigida por Leinsdorf con artistas como Schwarzkopf y Czerwenka). La romántica pieza que escuchamos tiene texto de Heinrich Heine y es muy expresiva. Tuvo como solista al tenor José Carnavale, de timbre lírico y con dominio del pianissimo. Única obra bien conocida: el más conciso de los extraordinarios motetes de J.S.Bach: “Komm, Jesu, komm” (“Ven, Jesús, ven”), para doble coro con órgano: una muy buena versión aunque con tempi algo rápidos.
Siguió una curiosa pieza de Frederick Delius, tan mal conocido aquí: “The splendour falls on Castle Walls” (“El esplendor cae sobre los muros del castillo”), donde cuatro voces imitan las trompas a cierta distancia del coro. Data de 1923 y tiene texto de Tennyson. Pese a que Delius, aunque inglés, vivió la mayor parte de su vida sucesivamente en Florida, Escandinavia, Alemania y Francia, le encuentro a su música raigambre inglesa, y así lo consideró su máximo promotor, Sir Thomas Beecham: un impresionismo personalísimo. Su vasta producción es aquí desconocida en un probable 90% y es triste que así sea, ya que al menos una docena de sus obras son realmente valiosas. Se conocen el Concierto para violín (tan bien tocado aquí por Carminio Castagno) y dos piezas orquestales de gran belleza: “On hearing the first cuckoo in Spring” (“Escuchando al primer cucú en Primavera) y “The Walk to the Paradise Garden” (“La caminata hacia el Jardín del Paraíso”) de la ópera “A Village Romeo and Juliet” (“Un pueblo Romeo y Julieta”) que Beecham dirigió aquí en 1958 y en su propio arreglo. Se escuchó alguna que otra partitura de Delius pero nadie se animó con sus obras de mayor envergadura.
Una obra reciente (2013) de un compositor joven, Andrej Makor (nacido 1987), siguió: de carácter sacro y tonal, “O lux Beata Trinitas” se escuchó con placer. (Es posible que varias de las piezas en este recital hayan sido estrenos locales). Luego, un compositor muy conocido en Holanda, Henk Badings (1907-87): “Tres canciones bretonas”, 1946, para coro y piano. En realidad, Holanda ha producido gran cantidad de compositores de buen nivel y aquí ha llegado poquísimo; tengo tres de esas admirables ediciones Donemus dedicadas a obras holandesas con partituras incluidas, y lamento no poseer más ya que los conciertos nuestros no las programan. Estas canciones, de moderado modernismo, me resultaron gratas e imaginativas, con interesantes acompañamientos pianísticos (salvo la segunda, curiosamente sin piano); doy sus títulos en traducciones castellanas: “La noche en el mar”, “La queja de las almas” y “Atardecer de verano”. Los textos son de Theodore Botrel y la obra fue grabada por nada menos que el Coro Robert Shaw. Badings compuso sinfonías, conciertos y óperas.
Luego López Puccio dio una detallada explicación de la difícil estética de Yannis Xenakis y admitió que iba a ser la obra ardua del programa para el público: “Serment” (“Juramento”), 1981, con múltiples solistas (¡doce!) que entran y salen de un entramado siempre intenso; sólo un coro de gran nivel puede acometerlo y me atrevo a decir que el GCC logró vencerlo. El juramento en cuestión es el hipocrático, del médico griego Hipócrates, de la época clásica.
No pudo haber mayor contraste que una típica creación de Edward Elgar, en su estilo noble y británico: “Great is the Lord” (“Grande es el Señor”), Salmo 48, para coro y órgano, Op.67, de 1912, con un muy buen solo del bajo Pol González.
Tres piezas fuera de programa: aunque las anunció, entendí a medias. La primera, una canción muy melódica, creo que de autor estadounidense; luego, una rítmica obra del cubano Varela; y cerrando el concierto, el famoso Negro Spiritual “Deep River” (“Río Profundo”) en arreglo de Shaw, con un buen solo del barítono Martín Caltabiano.
4 de Noviembre, Ballena. Este concierto de la Sinfónica Juvenil Nacional José de San Martín, dirigida por Mario Benzecry, me atrajo porque incluyó dos obras sinfónico-corales de Johannes Brahms raramente escuchadas: “Gesang der Parzen” (“Canto de las Parcas”) y “Schicksalslied” (“Canto del destino”). Para ello se contó con la unión de tres coros: el Carlos López Buchardo (de la Universidad Nacional de las Artes) y el Coro de Cámara Amadeo Jacques (del Colegio Nacional de Buenos Aires), ambos dirigidos por Camilo Santostefano, y el Coro del Instituto Municipal de Música de Avellaneda dirigido por Armando Garrido.
Dos obras de repertorio iniciaron y cerraron el concierto: la Obertura de “El sueño de una noche de verano” de Mendelssohn y el poema sinfónico “Los Preludios” de Liszt. Y en la Primera Parte, después de Mendelssohn, tres piezas vocales con los ganadores del Concurso de Canto de La Scala de San Telmo 2017 María Agustina Calderón (soprano) y Bruno Sciaini (bajo); como explicó Benzecry, se quiere así dar una oportunidad para que se los escuche en una sala importante y con orquesta.
Como lo expresé en otros artículos este año, la Juvenil pasa por una etapa positiva; este variado concierto fue buena prueba de ello. Y Benzecry, ya octogenario, mantiene una envidiable prestancia física y mental. Tanto Mendelssohn como Liszt se beneficiaron de sus interpretaciones claras e intensas, con una orquesta que responde adecuadamente, salvo un sector que debería ser renovado: el de las trompas.
María Eugenia Calderón impresionó bien en una bella aria del oratorio “Die Schöpfung” (“La Creación”) de Joseph Haydn: “Nun beut die Flur” (“Entonces los prados”), en la que el Arcángel Gabriel (curiosamente soprano) alaba la frescura de la Naturaleza en música del más puro clasicismo. La voz de Calderón es clara, límpida y liviana. Bruno Sciaini, alto y flaco, posee una voz de bajo cavernosa y de considerable volumen. No se lo escuchó cómodo en un recitativo y aria de “El Mesías” de Händel: el recitativo “For behold, Darkness shall cover the Earth” (“Mirad, la oscuridad cubrirá la Tierra”) y el aria “The people that walked in Darkness have seen a great Light” (“La gente que caminó en la oscuridad vio una gran luz”). Emisión despareja, estilo que debe pulirse y alguna nota fallada demostraron que si bien hay material en su voz, debe ser más trabajada su técnica barroca. Ambos cantantes ofrecieron para terminar el famoso dúo “Là ci darem la mano” de “Don Giovanni” de Mozart, y allí Sciaini, con presencia de seductor, tuvo su voz y estilo en buen control, mientras se iba acercando a una Zerlina tímida, que termina aceptando con entusiasmo ir a “sposarsi” al “casinetto” (por supuesto, Donna Elvira la aguafiestas lo evitará). Ella, al principio con poca proyección, luego cantó con firmeza y gracia. Los dos saludaron contentos e histriónicos.
Y ahora vamos a lo más valioso del concierto matinal: las obras mencionadas de Brahms. “Gesang der Parzen”, op.89, escrita en 1882, fue su última obra con orquesta. El texto es de Goethe y el coro es a seis partes: soprano, contralto I y II, tenor y bajo I y II, o sea reforzando las voces graves. En siete estrofas, las primeras seis se refieren al miedo que los humanos deben tener de los dioses. Sin mencionarlos se trata de los del Olimpo y de su arbitrariedad e injusticia. La quinta estrofa menciona a los Titanes apresados en profundas gargantas (etapa anterior a la de los dioses olímpicos). Y la sexta denuncia que los dioses reinantes dejan de bendecir a generaciones enteras. La última dice: así cantaban las Parcas; en una caverna el viejo exilado recuerda a sus hijos y nietos. Una orquesta bien completa que incluye a trompas, tres trombones y tuba, y en las maderas contrafagot (pero en la percusión sólo timbales) es utilizada densamente en el inicio, Maestoso y pesante; tras 18 compases sinfónicos, y con dinámica apaciguada, entra el coro alternando dos semicoros, pero ya en la segunda estrofa aparece el coro entero y en ff. Todo es aún más intenso y complejo en la tercera estrofa. En la cuarta y quinta se mantiene la fuerte garra de los dioses. Antes de seguir a la sexta estrofa se retorna a la primera, subrayando el temor del hombre a los dioses. Ahora sí, la sexta estrofa, piano, suave y legato. Y la última mantiene el pp hasta que los últimos compases son ppp. Obra poderosa que sólo hacia el final suaviza su arduo clima, es de las más dramáticas que Brahms haya escrito y resulta de considerable dificultad para orquesta y coro. Tras unos primeros compases algo dislocados la orquesta se asentó y fue un firme soporte para el coro, y me admiró cómo los tres coros lograron integrarse y mantener la misma calidad de sonido bien afinado y fraseado, mérito múltiple de los coreutas, directores de coro y director de orquesta. Muy raramente tocada, esta obra me impactó; si bien la conocía a través de una excelente integral de las obras sinfónico-corales de Brahms dirigida por Giuseppe Sinopoli, es la primera vez que la escucho en vivo.
En cuanto al Canto del destino, op.54, pude apreciarlo en vivo ya en 1959 por el Coro Estable de Rosario y la Sinfónica Nacional dirigida por Juan José Castro, y en memorable ocasión en 1967 por la Filarmónica, el Coro de la Wagneriana dirigido por Russo y la dirección orquestal de Brückner-Rüggeberg, y acoplado con la Rapsodia para contralto, coro masculino y orquesta, con la gran Marga Höffgen como solista. En décadas más cercanas también lo escuché, de modo que no es una rareza pero tampoco una obra trillada. Fue escrito entre 1868 y 1871 y el texto proviene del “Canto del Destino de Hiperión” de Friedrich Hölderlin. Son sólo tres estrofas; la orquestación es más liviana (sólo dos trompas; no hay tuba ni contrafagot). La primera estrofa no entra todavía en materia, sólo se refiere a genios bendecidos; la música, lenta y nostálgica, se inicia con una expresiva melodía orquestal, p, y tras una extensa introducción, el coro (normal, a 4 voces) canta serenamente. Segunda estrofa: “sin destino respiran los celestiales; su espíritu florece eternamente y sus benditos ojos miran con claridad eterna”. Y la música acompaña esa serenidad celestial. Pero todo cambia en la tercera estrofa: “Pero nosotros no tenemos descanso en ningún lado; los hombres sufren y se desgastan y caen año tras año en mayor incertidumbre”; amargo texto por cierto, reflejado en un Allegro violento en 3/4, con el coro cantando al unísono acompañado por tremolos de cuerdas y luego de llegar a un climax el coro canta p lo referente a la incertidumbre. Pero Brahms hace a partir de allí algo muy raro: vuelve a las primeras palabras de la estrofa aunque esta vez de un modo completamente distinto; tras una transición orquestal suave, el coro canta p y expresivo durante un rato, luego vuelve a la turbulencia, y al final retorna al tema de la incertidumbre y lo repite suavemente muchas veces; la obra se cierra Adagio en un postludio orquestal. Obra de fuertes contrastes emocionales, este Canto del destino llega al corazón y tuvo una versión convincente, bien cantada y tocada y con un control exacto de los tempi por parte de Benzecry.