Abusiva incursión de la danza en la temporada lírica.

Imagen de Abusiva incursión de la danza en la temporada  lírica.

Por Pablo A. Lucioni

Fotografías: Arnaldo Colombaroli (Teatro Colón)

Teatro Colón, función del 10/6/2016.

 

 

Con una importante expectativa previa por su trayectoria internacional, incentivada por la difusión que había tenido, llegó al Colón el Dido y Eneas de Sasha Waltz. La obra original de Henry Purcell fue brillantemente servida en lo musical por la orquesta y el coro berlineses, mientras tanto un espectáculo de danza contemporánea abarrotaba la escena con elementos que no contribuían en nada a la narrativa ni al espíritu de la pieza.

 

Sin duda es un espectáculo particular el que el Teatro Colón trajo como producción completa itinerante. Esta creación fue estrenada en la Staatsoper de Berlín en 2005, y desde ese momento ya se presentó en muchos teatros del mundo. Todos sabemos que Alemania aporta un contexto en que la arbitrariedad y exoticidad escénica para la ópera son moneda corriente. Por supuesto cabría encuadrar la propuesta de Waltz dentro de esa línea, pero en este caso llega al punto que cabe preguntarse si es razonable programarla dentro de la temporada de ópera, pues claramente lo que se vio fue un espectáculo de danza con Dido y Eneas de fondo.

Es real que en el libreto mismo de esta ópera hay marcas de danza y de coros bailados, y que aún en la puesta más tradicional algo de esto se verá. Pero la propuesta de la coreógrafa alemana decide convertir la música de Purcell en un mero sustrato sobre el cual, al igual que una piedra tirada tangencialmente sobre un estanque, su espectáculo de danza nunca se mojará y sólo se mantendrá desarrollando caprichosos e injustificados rebotes sobre la superficie. Entonces esta obra, que con la pérdida de algunos de sus materiales que sufrió desde 1869 hasta ahora, sumado a que el libreto de Nahum Tate no es nada claro para los cánones actuales, no tiene ninguna ayuda para tomar cuerpo escénico. Entonces reina un estilo de danza contemporánea bastante abstracto que en general no apuntala ninguna situación dramática, desdibuja regularmente la acción, y lleva más de una vez a cosas como dejar a un personaje solo cuando se estaba dirigiendo a otro, violando principios básicos que existen desde la época del teatro griego… Los cantantes son muchas veces abrumados por dobles dancísticos que vuelven todo más ilegible, hay una importante tendencia a armar acumulaciones de gente en cuadros de tipo pictórico que no hay forma de interpretar seriamente en relación a la obra… La directora se da el lujo de intercalar entre lo que serían el Primero y Segundo Actos un montaje o performance que se supone que pretende ser un número humorístico, magro, con la impronta de una creación colectiva improvisada. Para lograr que el espectáculo en total dure lo suficiente, hay varios números o extensiones de danza no acompañada, o al final un agregado con una escena en que se encienden cuatro peligrosas llamas sobre el piso real del escenario, y con música de otra obra de Purcell agregada a tal efecto…

 

 

E inclusive, si el espectáculo es de danza, y la ópera era sólo una excusa, tampoco era realmente innovador, ni particularmente atractivo, ni siquiera en lo técnico. El cuerpo de baile tiene algunos buenos bailarines, pero otros más irregulares. Por ejemplo la dominicana Sasha Queliz tiene varios solos como Belinda, y de hecho es quien cierra con la escena de las cuatro llamas, pero su expresividad y calidad de movimiento están lejos de ser de nivel internacional. En el video original de la producción de Berlín está mucho mejor.

La famosa “pecera” del comienzo está sólo un rato, sirve para que varios de los bailarines se den un remojón, se sequen y listo. Los que se mueven en el agua no tiene sincronicidad ni coreografía. Como capricho extra, algo bien concreto en la introducción, algunos de los bailarines / actores pronunciaban expresamente mal el inglés, como remarcando el hecho de que no eran angloparlantes.

Lo que sí fue bueno, y se convierte en lo más ponderable de la producción, es la labor de la AKAMUS (Akademie für Alte Musik Berlin), una orquesta historicista de muy buen nivel, dirigida prístinamente por Christopher Moulds. Él es un director británico muy relacionado con repertorio barroco, y mostró conocer en amplitud la partitura de Purcell, dándole vida musicalmente de forma respetuosa, detallista, y sobria al mismo tiempo, exactamente todo lo contrario de lo que caprichosamente se proponía desde el escenario. Es cierto que la orquesta suena algo más a la alemana, con una pátina levemente más opaca que la que impusieron como estándar algunas agrupaciones inglesas, pero estilísticamente la recreación musical fue excelente.

 

 

También el coro Vocalconsort Berlín fue de un altísimo nivel, y se notaba la integración y potenciamiento que lograban con la orquesta, con quienes están muy acostumbrados a trabajar juntos. Inclusive respondieron bien a las exigencias de la puesta, que los involucró en distintas actividades, como por ejemplo estar semidesnudos revolcándose por el escenario en el Segundo Acto en la escena de la Hechicera.

Los solistas vocales no fueron todos del mismo nivel. Aurore Ugolin fue una buena Dido, atractiva y con presencia en escena, con un seductor timbre de mezzo de color. El Eneas de Reuben Willcox también estuvo bien. La Belinda de Debora York tenía una voz que no siempre fluía bien y en varios momentos era débil e inclusive poco inteligible lo que decía. Se había decidido hacer la Hechicera y las dos Brujas en versión masculina, y el tenor Fabrice Mantegna, con una voz de timbre áspero, era poco audible en varias zonas del escenario. Sólo se lo escuchó bien en el momento en que cantaba desde el foso de la orquesta.

En definitiva, hubiera sido una buena versión musical, que seguramente de haber podido trabajar mejor algunas cuestiones de balance, probar más en detalle la ubicación de las voces en el escenario, etc., le habría aportado una redondez y cohesión completas a la recreación de la partitura de Purcell. A cambio de eso, la puesta interfirió prácticamente a todos, y los únicos que realmente pudieron trabajar tranquilos se volvieron los héroes de esta producción: los instrumentistas de la orquesta.

 

© Pablo A. Lucioni

 

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